lunes, 27 de octubre de 2014

Pies para qué os quiero (Parte segunda)

Así se sucedieron los acontecimientos de tal manera que, tras abrirme paso a codazos entre alguna gente y oyendo todavía de fondo en la lejanía la censura a voces de aquella rata malnacida de la que por fin me había escabullido, llegué al humilde asiento que había divisado y me hice hueco, con sumo cuidado, pues todo el autobús estaba todavía mirándome, a la vieja y a mí, y no quería, ni mucho menos, continuar siendo el centro de atención de ese circo y por ello todos mis movimientos estaban debidamente calculados para no caer en una nueva hecatombe. 

Sin embargo mi tranquilidad duró menos que flor de un día porque vinieron pesares nuevos en mi busca, esta vez por partida triple. Resulta, querido lector, que estaba yo sentado en uno de esos asientos que están dispuestos en grupos de cuatro y divididos en parejas enfrentadas entre sí, quedando dos de ellos en dirección al frente del autobús y dos más en sentido inverso a la conducción. La suerte había estado de mi lado y justo había logrado conseguir uno de los que queda mirando al frente, cosa que, he de reconocer, me sorprendió sobremanera ya que, lo habitual, es que sean estos los que se ocupen más pronto y no los contrarios. 

Tenía frente a mí a una señora mayor, de una edad y apaños similares a la fiera que había abandonado minutos antes; junto a ella había una chica joven, de unos quince años y vestida toda de negro y con el pelo en plata por del agua oxigenada que había utilizado para decolorarlo y que escuchaba una música infernal que brotaba de unos cascos amarrados a sus orejas y que más que auriculares parecían altavoces y gracias a los cuales todos los viajeros disfrutábamos de aquellos versos satánicos expresados, al menos en teoría, en un intento de inglés que, en verdad, a causa de los graves y los sonidos guturales con los que era masticada la lengua de Shakespeare, parecía más la matanza del cerdo en alguna localidad de Extremadura que música para los oídos; el último de los monstruos que me acompañaba en esta nueva aventura era un señor gordo, ataviado con una americana de pana en cuadros azul y verde y con un sombrero a juego que sudaba a borbotones a causa del calor y que era mi acompañante en el asiento derecho. Con los tres tuve penitencia. La muchacha de luto se dedicó a martillear mis oídos, y los de todo el autocar, con su música del inframundo hasta que, por motivos que ahora relataré, la perdí de vista cuando echó a volar entre el gentío. Con mis otros dos vecinos el encuentro fue todavía peor. 

Pronto descubrí el porqué de que mi asiento estuviera libre siendo este uno de los que están dirigidos al frente, y es que resulta, querido lector, que la colosal ballena que tenía repantingada a mi derecha armada con su americana de pana y sudando ríos de suplicio desprendía un olor tan apestoso que ni cien huevos podridos sobre mil cadáveres en descomposición hubieran conseguido oler peor que mi acompañante. Y, para colmo de males, apenas tuve tiempo de percatarme de tan apestoso hedor cuando la mujer que tenía sentada enfrente decidió entablar conversación conmigo como si fuera yo amigo suyo de toda la vida. 

De tal manera que estábamos los cuatro sentados y representado una pantomima que, desde fuera, puede resultar cómica al lector, pero que, desde dentro, era un suplicio que no deseo a nadie. Yo había tenido que taparme la nariz con la mano para contener las náuseas que preceden a la basca; con tal suerte que la señora que tenía enfrente y que no paraba de hablar reparó en este hecho y decidió, por su cuenta y riesgo, que no tenía yo interés en el soliloquio, que ella creía diálogo, estaba recitando y que el hecho de taparme la cara con la mano era una muestra de mi aburrimiento y cambió sus cuitas, que hasta el momento habían versado sobre un nieto suyo que había empezado a jugar en no se qué equipo de fútbol de no se qué localidad en el que había conseguido una plaza porque su hija conocía a un tal Fulano que era muy amigo de Mengano y que era, al parecer, el que cortaba el bacalao en el dichoso pueblo del maldito equipo, por falsas disculpas y apretones en mi rodilla izquierda a modo de acercamiento cariñoso con una persona a la que no había visto en la vida. 

No pude ya, qué otra cosa podía hacer, tener que contestar a aquella anciana y mentir  amistosamente diciendo que no se preocupara, que no sucedía nada. Pero justo cuando la vieja iba a volver a sus chismes sentí que la cabeza me daba vueltas a causa de la música demoníaca que me llegaba desde los auriculares de la diablesa de negro y que el estómago giraba sobre sí en un acto suicida y desesperado a causa de las náuseas que me producía la pestilencia que tenía por acompañante y sucedió, os juro que fue así, que mis entrañas empezaron a revolverse de tal manera sobre sí mismas que eché de mis adentros la poca bilis que tenía en el estómago manchando los zapatos de la señora parlanchina y parte de la americana de pana del monstruo de la peste que me había llevado con su hedor a tal entuerto. Cabe decir, en favor de la pobre anciana, que rápidamente me ofreció pañuelos desechables y rechazó mis disculpas alegando que no se merecían y mostrando un gran interés por si mi salud y enfermedad. Fue divertido ver como la pobre diabla se arrinconó primero lo más que pudo contra su asiento para, sin decir palabra alguna, saltar luego por encima de la papilla y de mí mismo, que estaba todavía baldado sobre mis costillas y limpiando mi boca y manos, que también habían sido condecoradas, para desaparecer entre la multitud del principio del autobús. 

Esto fue ya demasiado para mi persona y opté por bajarme velozmente en la siguiente parada en la que hizo descanso. Según salí di una gran bocanada de aire, que no es que fuera limpio ni sano, pues en medio de la siempre jubilosa Gran Vía madrileña lo último que se puede conseguir es un atisbo mínimo de salud, pero el hecho de haber escapado de aquella máquina del infierno supuso para mí tal reposo en mi ánimo que me sentía pletórico de volver a tener mis pies sobre suelo firme. Cuando conseguí volver a tener la cabeza sobre los hombros me metí en el primer restaurante que vi y me dirigí rápido a los servicios para terminar de limpiar el estropicio que la falta de higiene de aquel señor, que ni es señor ni es nada porque la gente que no se ducha debería arder en un cadalso en medio de una plaza pública para bien de la sociedad, había causado y, cuando fui persona de nuevo, salí con la cabeza alta y anduve en dirección al lugar pactado para aquella cita triste que tantos quebraderos de cabeza me había traído. 

Sobra decir que llegué tarde a la reunión y que todas mis queridas amistades notaron que mi semblante no era el feliz y habitualmente dicharachero al que están acostumbradas. Poco a poco fui recuperando los humores que había perdido, sin embargo, desde aquel día, no he vuelto a coger una de esas máquinas del demonio que llaman autobuses. Desde aquella cita triste voy caminando a todos los lugares, pues prefiero que se cansen mis piernas que mi alma; que a mí ya no me engañan con anuncios ni con arengas, que los autobuses los carga el diablo y si Dios nos dio pies para correr de aquí a allá y saltar como gacelillas venturosas por entre las calles no seré yo el que actúe contra natura ni contra los designios del Señor.

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