lunes, 6 de octubre de 2014

Belleza Tanta

En una ocasión que había salido temprano de casa me dirigí calle abajo hasta llegar a La Frambuesa. La Frambuesa era una cafetería antigua que había conservado el aire propio de un local francés de principios de siglo. Al entrar el aroma de los pasteles y las galletas te embriagaba y se pegaba a la piel envolviéndote las mejillas y la parte de detrás de las orejas como un sentimiento de la infancia que abriga y protege de todo lo malo que puede  suceder. Recuerdo el aroma a jengibre y vainilla que revoloteaba por todo el local y que era tan característico de aquel sitio como las sillas desvencijadas de madera lacada que abarrotaban el saloncito. 

Justo detrás del comedor había un gran expositor donde se agolpaban los pasteles contra el cristal y, junto a él, uno o dos camareros que siempre preguntaban sonrientes qué es lo que deseaba tomar. Como desde pequeño fui un chico de costumbres siempre pedía lo mismo cada vez que iba. Me sucede continuamente. Las primeras veces que voy a un café nuevo puedo dudar sobre qué pedir y qué tomar pero, cuando he probado ya varios de los bocados que ofrecen, siempre que repito visita pido aquello que más me haya gustado y no me preocupa perderme cosas nuevas que, de forma indefectible, quedarán fuera de mis catas para siempre. 

Pagué con uno de esos billetes pequeños que de tanto pasar de mano en mano están ya muy sucios y arrugados y con algunas monedas que me había echado al bolsillo antes de salir de casa. Tomé la bandeja donde el muchacho que me había atendido había puesto las galletas de jengibre y el té rojo y me dirigí a uno de los pocos sillones que tiene La Frambuesa y que son siempre los primeros en ocuparse cuando hay clientes. Esta vez tuve suerte y conseguí el que está justo al lado del gran cristal del escaparate. Lo bueno de pasear por Madrid los días de diario por la mañana es que la mayor parte de la gente está trabajando o durmiendo y somos pocos los que, ociosos, aprovechamos la mañana para deambular por el centro de la ciudad sin rumbo fijo. 

Por la ventana veía a los transeúntes pasar deprisa por la acera. El día se había levantado revuelto y un viento frío bajaba la calle con más prisa que las pobres víctimas que azotaba haciendo volar de un lado a otro sus abrigos y sacudiendo las ramas de los árboles que bailan al son que el viento les marcaba. Dentro de La Frambuesa sucedía lo contrario. La temperatura era muy agradable, hacía ese calor que por su naturaleza debería ser agobiante pero que, por contraste con el exterior, resulta agradable y reconfortante. Era ese mismo calor que se siente cuando uno se esconde en la cama y alarga la manta hasta la punta de la barbilla dejando escapar de su abrazo sólo una cara sonriente que emerge de entre las sábanas y las almohadas y saluda feliz sin que parezca que tenga un cuerpo al que estar atado que lo acompañe. 

Rompí por la mitad una de las galletas que había comprado y me la metí en la boca. No había comido nada desde la noche anterior y dos corrientes eléctricas golpearon el interior de mis mejillas hasta morir debajo de la lengua en un dolor agradable que se mezcló de inmediato con el sabor picante del jengibre. Mastiqué y tragué y después di un pequeño sorbo a la taza de té que todavía estaba demasiado caliente para poder saborearlo. Mi mirada se desvaneció y mi atención se perdió por debajo de mis ojos que, pese a estar abiertos, no veían nada de lo que tenían delante. Las imágenes se sucedían a cada instante, lentas pero dinámicas, aunque permanecían constantes ya que dentro del café no sucedía nada nuevo. Mi atención y mi consciencia misma habían abandonado aquel lugar, mi cerebro no escudriñaba el mundo a mi derredor sino que el pensamiento había desaparecido de toda forma. No pensaba en nada, no percibía nada, nada ocupaba mi atención, simplemente había dejado de ser consciente y era perfecto. 

Lo malo de esta gozosa inconsciencia es que dura poco, tres o cuatro segundos como mucho. Después la realidad vuelve a invadirnos y entonces reaccionamos ante ella con desgana, abriendo mucho los párpados para desperezar los ojos absortos en la nada y estiramos el cuello caído sobre unos hombros que, de tanto relajamiento, han terminado por volverse tirantes y poco útiles en su función. Así fue como me percaté de que no estaba solo en el café sino que, al contrario de lo que había percibido a mi entrada, había al final del saloncito una mujer muy mayor sentada en una de las sillas antaño elegantes que ojeaba unos papeles arrugados y desgastados por los bordes. Digo papeles porque aquello que tenía entre sus manos aquella señora no era sino el cadáver descuartizado de lo que en otra vida anterior fuera un libro pero que, por fortuna o por desgracia, el tiempo se había encargado de desollar hasta dejarlo reducido a unos cuantos paquetes de papel asidos entre sí por una urdimbre de hilos que colgaban roídos de los cantos de cada uno de los bultos en los que estaba troceado.

Naturalmente la cubierta no formaba parte de aquel esperpento por lo que, desde mi sillón y mi perspectiva, me fue del todo imposible adivinar el gozoso título que aquellos papeluchos debieron llevar por nombre y que conseguían, con sorprendente belleza, encadenar a aquella mujer a su lectura sin que nada de lo que a su derredor se encontraba fuera capaz de sustraerla de tan noble tarea. No recuerdo el tiempo que pude pasar observando a aquella señora, pero sin duda debió de ser más del que una persona de bien puede permitirse observar a otra sin ser considerado maleducado. Entonces reaccioné y dirigí mi atención a cualquier otra parte, no fuera a ser que se percatase de mi interés y entonces me viera arrojado a una situación cuanto menos embarazosa al saberme descubierto en una ocupación tan poco prudente. 

Aquella mujer debía superar los sesenta sin ninguna duda. No fue su voluptuosidad lo que llamó mi atención cuando reparé en ella. Tenía el pelo entre gris y blanco recogido en una humilde coleta que le caía por delante del hombro. Vestía todo de negro, con un jersey de cuello alto pero muy abierto que dejaba ver parte de su musculatura. Era estrecho y se ceñía completamente a su torso. Así pude ver que su delgadez extrema había reducido sus pechos a una expresión ridícula de la feminidad, apenas se notaban dos pequeñas protuberancias debajo de la clavícula y que le transmitían un aire andrógino que resultaba atractivo y que despertaba la curiosidad de quien la observaba. El resto de la vestimenta la completaban un pantalón estrecho e igual de ceñido al cuerpo que el jersey y unas botas negras de cuero que le llegaban hasta la rodilla. Su piel estaba bronceada, pero no era esa su naturaleza sino el efecto de largas horas bajo el cariño del sol. En medio de su cara, brillantes como dos estrellas en la noche oscura, dos ojos azules eran el centro de toda su belleza. Ya sea por el negro de su ropa o el blanco de su pelo, aquellas turquesas de carne resplandecían sobre todas las demás cosas y agarraban al espectador obligándole a mirar su profundidad y sin que pudiera escapar de ellos como si de un Ulises abstraído por la belleza del canto marino se tratara. 

Fue una suerte darme cuenta de mi impertinencia a tiempo y así evitar ser descubierto en mi tarea de fisgón por aquella mujer. Probablemente, en caso de intercambiar miradas, nada hubiera hecho más que aguantar unos segundos el semblante ya que, a pesar de ello, hubiera sido un descuido molesto para ambos. Sin embargo, habiendo recuperado ya por fin la consciencia de mí mismo, comprendí que mi indiscreción era perfectamente comprensible dada la belleza que en aquel momento había tenido lugar en aquella esquina oscura de La Frambuesa. Tanto aquella señora, como la circunstancia, como el libro desollado; todo ello formaba un cuadro magnífico digno de ser fotografiado y conservado para poder gozar de su belleza eternamente. Fue un momento delicioso, todo ello hizo que me olvidara del jengibre bajando por mi garganta y del azote del viento de la calle. Poder contemplar tanta belleza de manera inesperada supuso en mí un goce mayor que cualquier cosa que hubiera podido elegir si me hubieran dado a imaginar aquel día nada más despertar a los brazos de la mañana. 

Aquella mujer permaneció en aquel estado de gracia por lo menos una hora más desde el momento en que yo me percaté de su existencia. Pasado ese tiempo recogió lo mejor que pudo sus papeles y los acordonó con una cinta rosácea que anudó en forma de lazo para después guardar el intento de libro en su bolso de mano, también negro, como su ropa, y que hasta entonces había pasado completamente desapercibido a mi pormenorizado estudio. Se levanto despacio de la silla. Todas sus formas eran tan delicadas como silenciosas, me pareció estar viendo una película sin sonido, pero no una de esas antiguas en las que todo se sucede con celeridad y a paso fatigante, se trataba de una película actual a la que le habían robado el sonido. Sólo quedaba la imagen de la belleza irguiéndose con delicadeza y firmeza al mismo tiempo, la combinación de ambas cualidades resultó en una elegancia sublime que consiguió reafirmar todavía más en mi mente el ídolo que había construido con la primera vez que me quedé absorto mirándola. Descolgó su chaqueta del respaldo de la silla muy despacio para que no se arrastrara contra el suelo y lo hiciera chirriar y se lo colocó debajo del brazo junto al bolso. Finalmente comenzó a andar entre las sillas y las mesitas del saloncito de La Frambuesa hasta que llegó a la puerta. Entonces la abrió con la misma delicadeza y solemnidad con la que había hecho cada uno de sus gestos hasta el momento y la atravesó con el mismo silencio que había estado. Desde mi posición pude ver a través del cristal como se alejaba. El viento había cedido un poco su imperio y hasta el cielo acompañaba la pulcritud ritual con la que observaba la escena. Finalmente giró al final de la calle por la primera esquina y lo último que pude ver fue el pelo blanco de su coleta mecerse con el cambio de rumbo. 

Permanecí unos minutos con la mirada perdida atravesando el cristal. Cuando mi mente regresó del mundo de las ensoñaciones reparé en que el té se había quedado frío. A pesar de ello tomé un par de tragos más, ya que se me antojaba un despilfarro sinsentido dejarlo casi entero en la bandeja, y terminé de comer las galletas de jengibre que había pedido al llegar. Cuando hube acabado permanecí unos cuantos minutos más apoltronado en aquel sillón de la esquina hasta que el café empezó a llenarse de gente nueva que salía de las oficinas cercanas y que se abalanzaba contra el mostrador de cristal en busca de algo que llevarse a la boca. El ambiente se había enrarecido demasiado para una persona de gustos tan refinados y misántropos como los míos. Así que decidí recoger mis cosas y salir a la intemperie del aire libre y partir rumbo a casa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario