viernes, 24 de octubre de 2014

Pies para qué os quiero (Parte primera)

De las muchas alegrías que tiene el ser rico una de ellas es no tener que compartir espacio con otros seres humanos en los desplazamientos que, por fuerza, todo hombre tiene que hacer en su día a día, ya sean por ocio o negocio. Desde luego no constituye plato de buen gusto para nadie tener que viajar en metro o autobús respirando el mismo aire asfixiante que el prójimo acaba de exhalar desde lo más profundo de sus pulmones y que vuelve a los nuestros como si de oxígeno se tratara y no los vahos almidonados de gérmenes de toda clase que en realidad constituye.

En mi terrible desgracia, he de decir que, no nací pobre pero tampoco rico, y de esta guisa sucedió que el martes pasado tuve que valerme de uno de esos camiones alargamos y ruidosos destinado al transporte de ganado que el buen papá Estado dispone para uso, que no disfrute, de los ciudadanos responsables arengándolos, para motivarlos en dicho uso, con llamadas a la ecología y al responsable civismo ciudadano y otras mentiras similares destinadas a moldear las mentes del pueblo mientras las élites políticas se desplazan en coches oficiales.

El trayecto no debía ser largo en sí mismo, pero cuando los segundos parecen minutos y los minutos se hacen horas, un trayecto de unas cuantas manzanas en esta máquina del infierno se vuelve, créeme querido lector, en un suplicio difícil de soportar. Salí de casa con tiempo suficiente ya que, como soy prevenido en estos temas, temí que mi hazaña estuviera llena de imprevistos que superar y preferí andarme con los minutos en los bolsillos en lugar de tentar al Hado y a su suerte caprichosa que tantas veces ha jugado ya en mi contra.

Llegué a la parada que queda más cercana de mi casa y he aquí que mi sorpresa fue enorme cuando, llegado frente a la cristalera, vi un cartel impreso con caracteres de novela gráfica y coronado con el escudo de mi querida ciudad en la esquina superior derecha del papel que informaba de que, por motivos de mantenimiento, esta parada estaría fuera de servicio temporalmente y de que aquellos pasajeros que quisieran hacer uso del autobús debían desplazarse por su cuenta y riesgo a la siguiente en el recorrido del trayecto establecido si querían disfrutar de las delicias que brinda el transporte púbico que tan generosamente nuestros alcaldes disponen. 

Esto no suponía, en principio, un gran contratiempo en mis planes ya que, como he explicado anteriormente, al ser un hombre precavido había salido de casa con tiempo de reserva para que este tipo de imprevistos no supusieran ningún problema de notable importancia que pudieran desbaratar mis planes de ir al centro para acudir a la cita pactada. Así que me armé con el mejor de mis optimismo y anduve diez minutos calle abajo sorteando viandantes, coches que no respetaban los pasos para peatones, carritos cargados con el futuro de nuestra sociedad entre sus sábanas y mantitas y también a un par de mendigos que se habían hecho fuertes en sendas esquinas que estaban en las dos últimas bocacalles que tuve que atravesar antes de llegar a la parada indicada en el dichoso cartelito que el Ayuntamiento había dispuesto con un poco de celofán barato sobre la cristalera.

Obviaré el hecho de que en este nuevo punto de encuentro hordas de gente ansiosa se amontonaba las unas contra las otras en el escaso espacio sombreado y a buen resguardo del sol de justicia que llovía como azufre desde el cielo porque, feliz de mí, justo cuando giré el último chaflán que se interponía para alcanzar mi destino, el bendito autobús apareció en la lejanía entre los demás coches y motos que se peleaban por adelantarse los unos a los otros en su corretear como si de una carrera de hipódromo se tratase y el que primero pasara fuera a obtener, no sólo la victoria, sino además el respeto y la envidia de sus contrincantes en aquella contienda en la que la testosterona de los conductores enmohecía la atmósfera y no dejaba ver a través suyo al mezclarse con los humos de los tubos de escape y el sonido de los cláxones aquí y allá.

Creí feliz, ingenuo de mí, que ahora podría descansar tranquilo, pero heme de repente vapuleado y vitupereado por una criatura indigna cuyo rostro, ajado por la edad y la viruela, se abalanzó sobre mi serenidad como la víbora se lanza sobre el pobre ratoncillo de campo que no la ve venir y que, cuando la ha visto, ya nada puede hacer por escapar de tal bicho. Y es que resulta, querido lector, que iba yo tan concentrado a la carrera para no perder el autobús que me subí en él sin percatarme de que una anciana decrépita y malhumorada todavía reptaba desde el asiento de la parada a las puertas que dan entrada a tan noble transporte y, en el tiempo en el que ella se levantaba de su silla, llegaba al pórtico que da paso, hacía mil peripecias para subir los cuarenta centímetros que separan el suelo de la acera, paga su billete y frunce el ceño en un acto que más parece propio de los gorrinos que huelen a mierda todo el día que de seres civilizados, a mí me había dado tiempo a ver el autobús desde la lejanía, cruzar la esquina hasta llegar a la parada, esperar a que los demás pasajeros tomaran correcto asiento, pagar mi billete y elegir mi propio hueco entre la muchedumbre sin reparar siquiera en que aquel monstruo de la naturaleza había iniciado su caminata para subir al autocar. 

Pero, créeme de verdad cuando te digo, que aquella fierecilla indómita que no debía alcanzar ni el metro y medio de altura sacó fuerza, Dios sabe de dónde, para apoltronarse frente a mí y empezar a insultarme como si hubiera cometido la peor de las afrentas contra su diminuta persona por subir al cochecillo antes que ella habiendo llegado yo el último a la carrera y habiendo estado ella esperando cristiana y pacientemente mucho tiempo antes que mi repentina aparición. 

Cuando conseguí ordenar mis pensamientos, y comprender lo sucedido, me apresuré, como es natural, porque, aunque joven, pese a que existan en este mundo criaturas tan repelentes como aquella ardilla de pelo cano y ceño fruncido, soy un caballero de unos modales exquisitos que regala educación incluso con quien no la merece, a disculparme por tan desafortunado entuerto y traté, en balde, de hacerle comprender a aquella rata que menos cola tenía todo lo que el es propio a dicho animal, bigotes incluidos, que con las prisas no había alcanzado a verla en su perezoso caminar y que por ello había subido al autobús sin mayor dilación no fuera que, sin yo querer, arrancase dejándome en tierra con mi soledad y mis prisas como únicas compañeras en la espera.

Sin embargo mi discurso no pudo hacer más que enfurecer aún más a la vieja que ahora espetaba a los demás pasajeros con la intención de hacerlos acólitos a su cruzada y que miraban desinteresados a otro lado fingiendo no oírla. Ante lo inútil de mis esfuerzos opté por abandonar a la pobre diablesa con sus cuitas en la parte delantera y me animé, ingenuo de mí pues fue salir de mal para meterme en peor, a aventurarme derecho a uno de los asientos traseros que todavía quedaban libres en la parte más profunda de aquella máquina que, por el momento, sólo me había dado disgustos. 

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