lunes, 6 de octubre de 2014

Gallos y gallinas

Recuerdo que cuando era todavía un niño deambulaba de aquí para allá subiendo por las calles del barrio pera y yendo a mil sitios distintos. Mi antiguo colegio estaba en una de las avenidas que lo cruzan y en los ratos de recreo salíamos a comprar algo con lo que matar el hambre y algo que beber por el simple placer de hacerlo. Como éramos muchos y de muchas clases nos separábamos en diferentes grupos y ocupábamos toda la calle de la escuela y también las que estaban a su derredor. Durante media hora los transeúntes tenían que hacer verdaderas peripecias para conseguir atravesar la vía con éxito esquivando corrillos de chavales aquí y allá que, en plena adolescencia, se afanaban por ser lo más ruidosos y maleducados posible cuando alguna señora entrada en años nos llamaba la atención por nuestra falta de civismo al ocupar las aceras y obligando, de este modo, a que la anciana tornase alrededor de los jóvenes llegando a veces a tener que serpentear los coches aparcados en las lindes de la carretera. A nosotros todo eso nos resultaba divertido y, por ello, cuanto más insistían en nuestra falta de cortesía, más nos crecíamos y nos engalanábamos con nuestra soberbia. 

Recuerdo que había un supermercado a unos pocos pasos de la puerta del colegio donde mis amigos y yo comprábamos los desayunos todas las mañanas sin excepción. Después, solíamos comer de pie en la misma entrada de la tienda para horror de los demás clientes. Todo esto nos llevaba unos quince minutos entre que salíamos de clase, comprábamos lo que considerásemos oportuno y lo comíamos nada más salir. Después, el otro cuarto de hora que restaba lo empleábamos en subir la calle hasta llegar a la tienda de golosinas que estaba justo en el chaflán del mismo edificio del supermercado. Algunas veces no comprábamos gran cosa, quizás sólo chicles para limpiarnos la boca después de tan opípara merienda y así quitarnos el sabor a napolitana industrial o a cruasán relleno de chocolate y sus restos de entre los dientes. Otras cogíamos una de las bolsitas de plástico que había en la entrada y la llenábamos de fresas, huesitos, regalices o cualquier otro caramelo que se nos antojase de postre. 

En esos años comenzamos a quedar por las tardes después de clase. Lo más habitual era que lo hiciéramos en la entrada del colegio ya que, aunque ninguno de los amigos lo decía, todos sabíamos que era un terreno neutral y que no supondría discrepancias porque, si nos hubiéramos citado en otro sitio, enseguida habría habido quien dijese que no le resultaba cómodo desde su casa o habría puesto cualquier excusa para cambiar el punto de encuentro a otro que le fuera más favorable a sus propios intereses. De esta forma nos congregábamos en el mismo edificio donde pasábamos las mañanas de lunes a viernes y que considerábamos como nuestra base de operaciones desde donde empezar cualquier loco plan las tardes del fin de semana. 

En aquellos años fue cuando probé mis primeras cervezas. Los planes habituales los viernes por la tarde era comprar bebidas de diferentes clases y escondernos en algún parque de la zona para emborracharnos hasta, lo que creíamos en aquella dulce primavera de la ignorancia, perder el control. En realidad lo único que conseguíamos era perder la decencia y el equilibrio ya que, el miedo todavía se afanaba en controlar cada una de las esferas y gestos de nuestra corta vida y, a pesar del alcohol, ser valiente era cosa mucha y difícil. 

Dependía de la época y del año. El vodka era lo más habitual en aquellas reuniones de amigos. Escogíamos el zumo de patata por varías razones; en primer lugar no huele, y eso es una gran ventaja cuando tus padres te obligan a llegar a casa antes de medianoche y corres el riesgo de encontrarlos todavía despiertos en el salón; en segundo lugar no mancha, otra gran virtud para una bebida espirituosa cuando las piernas empiezan a flaquear y a torcerse de un lado a otro y la cabeza comienza a tornarse pesada sobre los hombros cuando la vista se nubla; y, finalmente, teníamos dieciséis añitos, a esa edad hasta las comidas un poco sazonadas nos rascaban la garganta y, pese a ir de gallitos, nos costaba tragar el alcohol que habíamos elevado a los altares como si se tratase de la quintaesencia o la panacea de todos nuestros problemas y miedos de niños grandes. 

Naturalmente estos caldos no los bebíamos a palo seco. Aquí es muy curioso ver como los roles sociales imponen costumbres absurdas. De este modo los chicos bebíamos el vodka mezclado con refresco de limón mientras que las chicas lo hacían con zumo de naranja de bote. Esto, que pueda parecer una simple anécdota sin importancia, tiene una razón de ser concreta, y es que el zumo de naranja estaba mucho más dulce que el refresco de limón y así se conseguía un batido de frutas con alcohol que las chiquillas podían tragar sin hacer muecas con la cara y sin necesidad de que la copa se les aguara en la mano a base de sorbos tan escasos que, en lugar de conseguir que el líquido se redujera, conseguía que aumentara a causa de la fusión del hielo en agua. Por el contrario, los valientes que mezclábamos el zumo de patata con limones, demostrábamos nuestra hombría y lo mayores que éramos al dar prueba fehaciente al beber un refrigerio tan recio sin necesidad de edulcorarlo con trucos de principiante. Y eso es fundamental cuando tienes dieciséis años. 

Cuando habíamos terminado con los alcoholes que tan alegremente habíamos comprado dejábamos todos los envases repartidos por el parque que nos había servido de lugar de reunión para nuestra fechoría, demostrando de nuevo nuestra amable cortesía para la sociedad, y nos encaminábamos rumbo a la discoteca de turno. Casi siempre terminábamos en el mismo local. No era grande, ni bueno, la música no estaba mal del todo, el ambiente era tan ridículo como en cualquier otro sitio de la zona pero era el que estaba de moda y a la que teníamos que ir para dejarnos ver por toda la gente guapa del colegio.

Dentro las luces cambiaban de color y giraban en círculos concéntricos que escribían órbitas sobre el suelo de la pista de baile y sobre nuestras caras. El local estaba decorado con algunas palmeras verdes de plástico repartidas por cada una de las esquinas o recovecos sin utilidad que había, ya que la forma de la discoteca era completamente irregular y, tras la puerta, había un pasillo que se retorcía en forma de curva hasta llegar  a una pequeña sala donde había una barra en la que servían refrescos y zumitos de piña que hacían las delicias de las quinceañeras borrachas. A continuación, anexa a la sala de los zumitos, se extendía otro espacio más grande pensado en origen para el baile, pero donde sólo bailaban las chicas que habían ingerido altas dosis de vodka alternando el peso de su cuerpo de una pierna a otra y sacudiendo el pelo de un lado a otro como si de niñas pequeñas se tratase mientras los chicos permanecíamos quietos como estacas fingiendo que las canciones no iban con nosotros. Finalmente, tras la pista se alzaba una especie de gradería completamente irregular distribuido en pequeños saloncitos con sus correspondientes sofás y mesas donde los más privilegiados disfrutaban de su zona VIP y desde donde podían contemplar toda la escena como césares romanos.

Como aún éramos niños dentro del local no se vendía alcohol. Esta era otra de las razones por las que nos esforzábamos tanto en envenenarnos a conciencia antes de entrar, de esta forma nos garantizábamos que la diversión durase toda la noche. Después de pagar el precio en la puerta nos regalaban un papelito cuadrado de unos cinco centímetros de lado en el que estaba estampado por un lado el logotipo de la discoteca y, por el otro, un número con caracteres traslúcidos que indicaba el número de invitado a la fiesta. Con ese papel teníamos derecho a una bebida en la barra. Lo mejor era pedir una coca cola que, no está mala del todo y, además, gracias al golpe de cafeína que conllevaba el sueño no hacía aparición hasta muy tarde. 

Todas esas reuniones eran un verdadero desfile de poderío y testosterona. Recordándolo ahora se antoja ridículo, pero mentiría si dijera que no lo pasábamos bien. En aquella época nuestro mundo era muy pequeño y nosotros éramos los reyes de ese mundo que, aunque pequeño, era nuestro. El local solía cerrar a medianoche. Ya nos habían sacado todo el dinero que íbamos a gastar así que nos echaban con prisa y de malas maneras a la calle para limpiar y preparar de nuevo la discoteca para el siguiente reo, el de los que tenían más de dieciocho y que para nosotros eran algo así como semidioses encarnados que habían logrado alcanzar su divinidad tras una especie de transubstanciación metafísica que se obtenía de manera automática al convertirse en mayor de edad. 

Ya en la calle remoloneábamos unos minutos más entre besos, abrazos y despedidas antes de coger los autobuses y taxis que nos llevarían de nuevo a casa y donde dormiríamos como benditos a pesar de las ingentes cantidades de alcohol ingeridas aquellas noches de borrachera y camaradería. Ese era el momento en el que terminaba el espectáculo. Naturalmente nosotros no éramos conscientes del gran despliegue que habíamos organizado, toda esa pompa que nos acompañaba en cada encuentro y esa forzada despreocupación por la vida y por los días de aquella época. Todo era un gran teatro de máscaras donde las gallinas se vestían de gallos con sus mejores caretas aderezadas con el zumo de patata adecuado a cada ocasión para, a los ojos de los demás y los nuestros propios, ser hombres y no niños. 

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