lunes, 13 de octubre de 2014

Benditos Viernes

Hay gentes que tienen por costumbre sentirse aterradas cuando, llegado el fin de semana, la única opción que se les presenta es permanecer apoltronados en sus casas. No digo, naturalmente, que no sea yo un hombre que disfrute del placer de salir a pasear por las calles de Madrid los viernes y los sábados; incluso también los domingos, siempre y cuando mis humores no se vean resentidos en demasía por los excesos de los días precedentes. Sin embargo hay personas que, ante la sola idea de sostener una existencia arraigada en sus hogares cuando la semana toca a su fin, sienten nauseas, dolores de cabeza y vergüenza en exceso. Y esto se debe, querido lector, a que consideran que, llegadas estas jornadas, es el momento de dejarse ver en la muy ilustre sociedad y pavonearse delante de todas sus amistades y enemistades con el firme objetivo de demostrar lo muy felices que son y cuán bien les va la vida. 

Resulta de todo esto que muchos de mis coetáneos están más interesados en demostrar su felicidad que en disfrutarla, aunque, todo sea dicho, es este hecho contradictorio por sí mismo, ya que, demostrando lo muy dichosos que son, hallan en verdad la dicha ansiada y es por ello que no sé muy bien cómo calificar esta realidad, si de paradójica o de divertida. Paradójica porque no deja de resultar incoherente que el ser humano encuentre la felicidad máxima de su existencia en cosa tan absurda como esta lo es; o divertida porque, visto desde la distancia, resulta harto entretenido observar las conjuras y tejemanejes que unos y otros se traen para lograr su intención como si de una obra teatral se estuviera siendo testigo desde la seguridad de la lejanía. 

Tengo por costumbre, en mis escritos, comenzar la narración haciendo referencia a un hecho puntual que me haya acontecido recientemente y que me sirva de punto de partida para la narración y las disquisiciones filosóficas que vienen a colación de lo primero. Sin embargo, en esta ocasión, no procederé de este modo dado que, sin excepción, cualquier tarde de viernes se convierte en el principio de un ejemplo perfecto que ilustra esta manera de obrar que tienen las gentes de hoy en día por muy variada que sea su procedencia o por lo muy diversos que sean sus gustos.

Todas las noches de fiesta vemos por la muy noble villa deambular de aquí a allá chicos y chicas y también hombres y mujeres engalanados con sus mejores ropas y cachivaches electrónicos que, siendo los más nuevos, lo único que tienen de especial es ser más caros que aquellos que los precedieron y, quizás, más pequeños o más grandes, dependiendo de los dictámenes que sentencie la moda de la temporada. Esto no debe sorprendernos puesto que se presume mucho mejor rodeado de toda la pompa y todo el boato que pueda ornamentar aquello que sólo nos ha sido dado por naturaleza y que, en muchos casos, no es ni bueno ni bonito, ni, muchísimo menos, suficiente. 

Respecto a los quehaceres de los fines de semana por los que optan estos personajes que pueblan las calles de Madrid es justo decir que son tan variados y variopintos como ellos mismos en sus géneros. Lo único que tienen en común es la compañía. Y es que los fines de semana se puede hacer muchas cosas, mejores o peores, más caras o más baratas, más sanas o más insanas, lo único que no está permitido, ya que constituye un escándalo y una completa obscenidad a la moral que impera hoy en día, es permanecer solo.

Lo mejor es, sin duda, hacerlo acompañado de un gran número de cabezas que conformen un grupo lo suficientemente voluminoso como para moverse a tropel de aquí a allá y dando testimonio fehaciente de que, dentro de la sociedad, nuestra pequeña fiesta, constituye otro aparte social con cuerpo propio y que, por ello, merece ser tratado con el máximo de los respetos. Verse inmerso en uno de estos grupos tan nobles es lo más elevado a lo que el ser humano puede aspirar un fin de semana porque significa, evidentemente, que uno pertenece a una masa que lo defenderá y lo amparará en cualquiera de las difíciles situaciones que pueden acontecer en esos días y que, además, disfrutará del placer de no tener que pensar en demasía ya que la masa se ocupa de realizar una tarea tan zafia y pesarosa. 

Luego hay también grupos más pequeños, los que están formados por un mínimo de dos amigos y un máximo de cinco, más o menos. En estos gentíos siempre suele haber uno de los personajes que lleva la voz cantante y que se erige como líder y es el encargado de la toma de decisiones ya que, sin él ni su experta experiencia y genio, el resto del grupo no sabría ni qué hacer ni a dónde ir. En este caso la zafia tarea no recae en la sagrada democracia sino que es este paladín de la hermandad y el compañerismo el encargado de llevarla a efectos. 

Este líder es un ser fundamental para los grupos medianos que vemos deambular los fines de semana por nuestras calles ya que, constituye el pegamento que cohesiona esta pequeña sociedad de juguete, que es el grupo medio, y que permite que se mueva eficazmente. La figura del líder es un tema interesantísimo, sin embargo no es esta la cuestión que nos ocupa ahora por lo que no me entretendré más en ello ni tampoco profundizaré en exceso. Sobre su estampa, sólo debo matizar que cuando los grupos son más grandes, como los primeros que he mencionado, la figura del líder se disuelve entre la multitud y pasa a convertirse, en su lugar, en criaturas que muestran afinidades más marcadas con algunos de sus compañeros pero que, en ninguno de los casos, constituye un almirante que dirija a sus camaradas a la victoria de aquella batalla que es la noche. El líder es un ser autóctono de los grupos medianos, en los grandes pasa desapercibido al no poder ejercer su señorío; como todos sabemos, donde no hay pan tierno se come pan duro. 

Finalmente, los fines de semana en la capital, podemos encontrarnos con el tercero y último de los grupos que deambulan por nuestras amadas calles y que bien hago en dudar de si darle el calificativo de grupo dada su exigua composición. Pero, tomando como referencia los otros dos géneros que ya han sido catalogados en líneas anteriores, procederé en el mismo obrar y conservaré esta denominación aunque sean sólo dos almas felices las que le den cuerpo a este elemento de nuestra  querida sociedad. Y es que resulta que el tercero de los grupos no es sino el más pequeño con el que podemos topar en nuestro análisis, pues está formado por sólo dos personas que, aparte de tiempo, comparten también cama. 

Este tercer grupo acostumbra a ocupar su tiempo los fines de semana en cenas románticas o escapadas al cine o a los centros comerciales para comprar cosas que no necesita pero que, a pesar de ello, constituyen una buena excusa para poder gastar las horas en compañía el uno con el otro sin necesidad de hablar demasiado y poner en peligro, de esta manera, su idilio pastoril. 

Son las parejas un grupo de los fines de semana de la capital tan complejo y particular que se podrían escribir páginas y páginas desgranando los diferentes modos que tienen de obrar en su querer y las diferentes tipologías que existen de las mismas, sin embargo, al igual que sucedía con la figura del líder, no es este momento ni lugar para enmarañar el discurso con sus especies y naturalezas. 

De esta manera observamos que en el arte del dejarse ver en sociedad todo esta permitido mientras sea en compañía. Hallamos los enormes grupos de amigos ruidosos que deambulan como un enjambre de langostas devorando todo en su caminar; encontramos los discretos grupos medianos, dirigidos por su salvador omnisapiente sin el que estarían indecisos en su disponer y condenados al peor de los castigos que pueda acontecer en estos tiempos, el aburrimiento; y, finalmente, descubrimos las felices parejas que constituyen el tercero y último estamento de esta categorización de grupos y grupillos que están presentes las noches de los viernes y los sábados por las calles de nuestra loca y amada ciudad que es Madrid. 

Y es que, para vanagloriarse delante de amigos y otras gentes, es fundamental no sólo ir bien vestido sino, sobre todo, ir acompañado. Por eso, querido lector, si llega el fin de semana y dudas entre salir de casa o quedarte en ella, pregúntate primero con quién lo harás y cómo, no vaya a ser que, por el devenir de los astros, resulte que tu única compañera sea la soledad y no puedas jugar en esta feria de las vanidades que para nada sirve y que nada aporta. 

Si llegare tal día, mejor refúgiate en tu castillo que es tu fortaleza, ármate con un buen libro entre las manos y verás lo fácil que es conquistar el mundo sentado en el sillón del hogar sin necesidad de batallar aquí y allá. Yo gusto mucho de hacer esto algunos días. Sé que se trata de una confesión horrible e imperdonable. Comprendo el escándalo que supone a los ojos de los hombres leer en estas líneas que alguien prefiere quedarse un viernes por la noche en casa en lugar de salir a jugar en ese circo de la presunción que es la noche; sin embargo, siempre fui un obsceno al que le gustó disfrutar de los benditos viernes a su manera. 

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