viernes, 17 de octubre de 2014

Los días felices

Cuando era todavía chico mis padres compraron una pequeña hacienda a las afueras de la ciudad, se trataba de un humilde caserío cerca de un pueblo diminuto que arreglaron y adecentaron para que pareciese un hogar pese a que, al tratarse de una residencia de verano, no pasáramos en él tantas horas como en otros lugares. Estaba situada en la falda de una montaña por donde bajaba un pequeño riachuelo del que los lugareños tomaban agua para regar las huertas de patatas y tomates que moteaban aquí y allá los campos de labranza en las lindes del río. Había, naturalmente, pequeños recovecos en la curvatura del arroyo que no habían sido profanados por la mano del agricultor en donde todavía crecían carrizo y junco y que recordaban, a los paseantes de aquella vega, que hubo un tiempo en el que todo aquello perteneció al señorío de la naturaleza y no al del hombre.

Había además un pequeño camino de arena y hierba que recorría el final del caserío y que llegaba hasta la entrada del pueblo que era muy poco transitado. Alguna vez veíamos pasar algún coche perdido que buscaba la manera de volver a la civilización o algún pastor que llevaba las ovejas río arriba hasta llegar a la ladera del monte donde las dejaba pastar tranquilamente mientras se dedicaba a los felices placeres del que no hace nada más que ver pasar las horas. Desde las ventanas de la casa se podía divisar cada tramo del caminito y, así, mis padres siempre tenían una idea clara y serena de dónde me había metido cuando salía a jugar afuera con los otros niños de las casas vecinas. 

Allí los días de verano transcurrían siempre de la misma manera. Nunca fuimos de remolonear demasiado en la cama por lo que a las nueve de la mañana ya solíamos estar todos en pie. Era entonces cuando aquella mansión, porque a mis ojos de crío así lo era, se llenaba de vida y ruidos que hacían vibrar cada una de las habitaciones que la formaba. Yo acostumbraba a desayunar con mis hermanos en la mesita de pino que había en la cocina. Era una triste mesa de listones astillados que, para disimular, había sido disfrazada con un maquillaje de pintura azul que transformaba su humilde facha en divertida, incluso amable de mirar, si no se hacía demasiado. Mi padre solía traer churros y porras en abundancia, recuerdo que siempre decía aquella frase de que más vale que sobre que no que falte, y así lo hacía. Traía más pan del que podíamos comer y todos los días sobraba algo. Sin embargo aquello nos gustaba a todos. Mi madre y mis hermanos, y yo mismo, comíamos tranquilos aquel desayuno que acompañábamos con café o chocolate, dependiendo de la edad y la preferencia del comensal, sabiendo que, en la abundancia, las prisas no son necesarias. 

A media mañana mi madre se ocupaba de las labores que son intrínsecas a una casa ya que, aunque siempre tuvo ayuda, no le gustaba delegar todo el trabajo en el servicio ya que es de la opinión de que nadie sabe hacer las cosas exactamente como se debe cuando se trata de casa ajena y, es por ello, que siempre prefirió trabajar en el hogar y ocuparse de sus tareas que dejarlas en manos extrañas que, aún siendo de apoyo, nunca son tan eficientes como las propias. En ese momento mis hermanos y yo nos armábamos con la ropa de baño y corríamos hasta la piscina al final del jardín, allí matábamos el resto de la mañana metidos en el agua o corriendo y saltando por entre los árboles y la hierba hasta el momento del almuerzo. 

La hora de la siesta siempre fue respetada en mi familia. Fue una herencia que nos dejaron mis abuelos, ellos siempre durmieron después del mediodía para reposar la comida, decían; y mis padres aprendieron bien esta lección. Con los años yo también me he convertido en un fiel devoto de esta tradición tan española y tan sana que permite, de una sola vez, curar los males del cuerpo y prevenir los de la testa. Sin embargo, cuando era todavía chico, la energía de la tierna infancia rebosaba por cada poro de mi piel y, junto con mis hermanos, salíamos a jugar fuera cuando el sol había bajado lo suficiente como para no morir abrasados bajo el cielo de agosto y, con los otros chiquillos que vivían en la misma calle que la nuestra, pasábamos horas y horas correteando por el caminito que bordeaba el río y por donde apenas pasaban los coches. 

Fueron las mejores tardes de toda mi vida. Entre unos y otros nos juntábamos diez o doce chavales de muchas edades. Los había que tenían ya los trece años cumplidos pero también estaban los más pequeños que contaban con sólo siete u ocho y que seguían, fielmente, los mandatos de los mayores que eran los que dirigían tan variopinta cuadrilla. Como las tardes eran muchas y los años fueron varios fueron casi infinitos los juegos a los que nos dedicamos y los que inventamos, pues, a finales de los noventa, el hijo del hombre todavía gozaba de la suerte que propicia la humildad tecnológica y, con piedras y palos, creamos ejércitos, ciudades, competiciones, títulos nobiliarios, alianzas y mundos inagotables que nacieron de nuestras fecundas seseras para deleite de nuestras horas. 

Uno de esos juegos a los que más días dedicamos no tenía nombre concreto pero hizo las delicias de aquellas jornadas por mucho tiempo. Había en el camino del riachuelo muchos árboles y escondites que formaban pequeños claros entre los matorrales que daban la impresión de ser madrigueras para humanos y allí nos reuníamos a dividir los presentes que, habiendo adoptado tales formas por capricho de la naturaleza, iban a convertirse en casas y edificios. Cada uno de nosotros tenía uno de aquellos refugios y en ellos dedicaba el tiempo a jugar ser una u otra profesión de artesano, pues siendo niños, los únicos trabajos que concebíamos eran los industriales para dar forma a cosas variadas que luego intercambiábamos con nuestro vecino redescubriendo el trueque como forma de economía. Teníamos también un rey o reina, que era el encargado de mandar sobre todo aquel conato de sociedad prehistórica que habíamos inventado y que, normalmente, solía ser alguno de los mayores de todos los chavales que allí nos reuníamos. Esas monarquías duraban muy poco pues, según los días, el encargo de liderar tan pueriles huestes recaía en uno u otro sin que hubiera, necesariamente, un orden en la manera de elección ni en el tiempo destinado a la ejecución del cargo. 

Aquellos fueron los días más felices de mi vida. Aquellas jornadas terminaban siempre de la misma manera, ya fuera encaramados a las ramas de un árbol o escondidos en las madrigueras que las malas hierbas y la hojarasca habían dado forma, cuando las luces del día empezaban a flaquear, nuestras respectivas madres nos llamaban a la cena; algunas asomadas desde la ventana de las casas que daban al camino y otras personándose con toda la gloria y pompa con la que se representaría en un cuadro barroco una matrona romana para llevarnos de vuelta al hogar y retirarnos hasta el día siguiente. Entonces era cuando me alejaba cabizbajo de cansancio pero con el corazón satisfecho. Alguna vez miraba lo que dejaba tras de mí y veía el riachuelo y la montaña, el caminito y las hierbas que por él crecían y los muchos árboles que nos habían servido de atalayas para nuestras fechorías. El horizonte iba deshojando los pétalos de un Apolo decadente y broncíneo que se despedía del paisaje entre bostezos. Su hermana la menor anunciaba la llegada del nuevo reino y entre el borboteo de las fuentes y el último vuelo de las golondrinas al atardecer la oscuridad lo iba conquistando todo. 

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