martes, 7 de octubre de 2014

Ars Creandi

En una ocasión coincidí con un artista de prestigio reconocido que respondía al nombre de Antonio. Tenía un aire diferente al de la mayoría de los pintores que he podido conocer a lo largo de mi corta vida. Se trataba de un hombre humilde, rodeado, todo él, por un aura de paz que conseguía transmitir a los que tenía a su derredor y que lograba que su compañía no fuera sólo interesante sino además reconfortante. Coincidimos en un almuerzo que había preparado una de esas grandes y muy nobles instituciones artísticas de la capital y que servía para reunir a gentes de muchas clases y géneros que, de un modo u otro, estaban relacionadas con el mundo del arte, más en concreto con las artes plásticas contemporáneas de hoy en día. 

Durante el encuentro se habló de muchas cosas y, algunas, incluso interesantes. La atmósfera que allí se respiraba consiguió elevar mi espíritu más allá de las copas de vino y de los canapés que desfilaban de un lado a otro montados sobre brillantes bandejas de metal en blanco y plata y que eran el principal objeto de atención de los asistentes, ya fueran empresarios, políticos o artístas. 

Cabe mencionar que el caso del autor que he nombrado era excepcional, pues no faltaban a aquella cita los fantasmas habituales que deambulaban de aquí a allá con sus aires de grandeza y de genio incomprendido que lo único que hacían con su actitud era profanar los altares del arte con creaciones ridículas que en nada conseguían sacudir el alma del tan reverenciado y solicitado público y que, en realidad, sólo buscan rodearse de aduladores y mequetrefes dispuestos a desprenderse de ingentes cantidades de dinero por unas obras que nada tenían de artísticas. 

Sin embargo el caso de mi pintor es diferente. Sus creaciones en verdad hacen vibrar cada célula del cuerpo y sus lienzos atrapaban la retina del alegre observador que, posando su mirada aquí y allá, topa por casualidad con alguna de sus piezas y queda entonces enganchado a ella por un tiempo, más o menos largo, hasta que sus pupilas, secas de tanto mirar, llaman a su cerebro y a sus párpados para lubricar aquellos ojos absortos de belleza. 

Sin embargo eran pocos los artistas que allí pude ver que fueran autores y no artesanos entregados a la empresa de hacer dinero. Todos hablaban de su arte como si hubieran redescubierto la vanguardia en estos días y como si todos los miguelángeles que les hubieran precedido no fueran sino meros peones de la Historia que habían servido en el pasado sólo para abrirles un camino en el mundo de la creación que encontraba su principio y su final en estos nuevos genios gracias a un destino trazado tiempo atrás por un poderoso Hado invisible que había escrito sus triunfos con cincel y mármol sobre las estrellas que tachonan el firmamento desde el albor de los tiempos. Era esta una feria de las vanidades donde animalillos de cortas entendederas de devoraban entre sí en un esfuerzo inoportuno por eliminar de sus caminos al posible adversario y no encontrar rival que hiciera frente a su gloria, ni tampoco a su fama. Todos eran patéticos, tanto por sus pretensiones como por su pobre capacidad a la hora de llevarlas a cabo ejecutando planes y artimañas indiscretas que dejaban entrever las afinidades y enemistades que unían y separaban a estos de aquellos y a los aquellos de los estos. 

Podría entretenerme mucho y largo hablando del arte de mi querido Antonio, sin embargo no es esta la empresa que me ocupa en estos momentos, aunque sí que era necesario, querido lector, que expusiera la tesitura en la que le encontré y las circunstancias que la rodeaban y que me llevaron a estrujarme la sesera hasta llegar a los pensamientos que sí que son asunto de estas líneas. Como ya he comentado había muchos personajes del mundo del arte en aquel encuentro tan prolífico con el que las grandes instituciones de este país nos deleitaron a unos y otros, de dentro y fuera de un reino que, en muchos casos, resulta excesivamente endogámico y en donde no se puede prosperar ni hacer negocio sin un padrino que enaltezca nuestros esfuerzos, o nuestra ausencia de ellos. 

Resultó que, en medio de este circo, yo permanecía relativamente a buen recaudo. Me había retirado sabiamente y había encontrado una silla cómoda en una esquina del salón donde se celebraba la recepción y que permanecía discretamente lejos de todo el barullo y los cotilleos desde donde disfrutaba del espectáculo imbuido de mis pensamientos, que siempre han sido uno de los mejores entretenimientos que he encontrado en todo este loco mundo, cuando, de repente, y sin que yo me hubiera percatado de su acercamiento, el bueno de Antonio asió una de las sillas que estaban junto a la mesa y tomó lugar junto a mí tras una petición de disculpas y una sonrisa. 

Me contó lo mucho que le aburrían estos actos y me explicó que no le había quedado más remedio que acudir a este ya que, cuando a uno le honran con la entrega de un premio no está bien no asistir a la ceremonia. Estuvimos charlando unos veinte minutos que para mí fueron deliciosos. Nuestro encuentro no pudo llegar ni a la media hora ya que, cuando la masa se percató de su escondite, se abalanzó sobre él y lo arrastró nuevamente a los corrillos que ocupaban la parte central de aquel teatro de pedantería donde todos los pecados son perdonados ya que, lo único que necesitan, es un pedestal donde convertirlos en objeto de admiración y deleite. 

Después de aquello me retiré discretamente por una de las puertas laterales que habían permanecido cerradas durante todo el convite pero que, terminando ya el encuentro, habían abierto de par en par para que los invitados pudieran ir desalojando la sala cómodamente y sin formar grandes aglomeraciones de gente borracha junto al vestíbulo. Mi primera reacción cuando conseguí escapar de aquella urdimbre de altanería fue coger el primero de los taxis que pasara por la calle y poner rumbo a casa para descansar los pies y, sobre todo, el alma. Sin embargo la noche era agradable y los taxis no parecían querer dejarse ver aquella madrugada por lo que eché a caminar calle abajo y proseguí con la noble y feliz tarea de pensar en mis cosas sin que nadie me pudiera despistar esta vez. 

De toda la chusma que se había reunido en aquella velada no aprendí nada. Sin embargo, del bueno de Antonio, aprendí al ver su semblante. Su sencillez humilde y sincera que disfrutaba de las cosas llanas de la vida era una fórmula de la felicidad que se antojaba demasiado simple para ser real y fue entonces cuando, como si de un satori se tratase, empezaron a venir a mí ideas variadas sobre el tema que hicieron que mi mente se tornara clara como la luz del amanecer en una mañana de primavera y entendí la bendita paz interior que aquel hombre transmitía. 

Habrá sin duda quienes no comprendan lo que voy a explicar, pues, a pesar de lo que es evidente a la razón humana, hay personas que se empeñan en proseguir por el camino del absurdo y de la negación, sin embargo eso es un problema que ni me atañe ni me preocupa en exceso y que sólo consigue conmover mi corazón haciendo que sienta una lástima caritativa por esos pobres diablos que se ahogan en su propia soberbia. El ser humano, en tanto que es imagen de Dios, sólo puede hallar la felicidad cuando crea, siendo de esta forma insuficiente la mera existencia en el ser a diferencia de otros entes que gozan alegres de una existencia sin la alegre generosidad del acto creativo. Así, el hombre, para ser plenamente feliz, necesita ser como Dios y dedicarse a la creación de obras de cualquier clase que le permitan completar esa manera de ser particular y concreta que lo hace, más noble que otros entes, pero a la vez esclavo de una felicidad mucho más complicada de asir para sí. 

De repente todo se mostraba a mis sentidos tal y como es en verdad: trascendental. Vi la felicidad de aquel hombre que había conocido y reconocí en ella la imagen y la fuerza activa de la divinidad en la acción creadora y comprendí que, la paz del hombre, si es verdadera y no fingida, debe pasar necesariamente por el acto de la creación en cualquiera de sus formas. Se mostraron ante mí pintores y escultores, artistas y actores muchos, y también escritores y poetas, músicos y bailarines, genios de la creación en todas sus formas y también filósofos y novelistas y reconocí en todos ellos la fuerza creadora y en ella la paz feliz que satisface a los hombres. 

Continué caminando durante un largo rato en aquella noche gloriosa en la que vi infinitud de estrellas postradas frente a mis pupilas y entregadas a los ojos de la percepción. Mi corazón estaba colmado de goce por el descubrimiento que había hecho y mi cabeza disfrutaba del trabajo bien realizado. Entre tinieblas y luces amarillas que tintineaban al ruido que hacían los coches que cruzaban la calle, veloces como si el tiempo les pisara los talones, llegué alegre a mi casa y descansé feliz. 

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