lunes, 20 de octubre de 2014

La loca del barrio

Hay en mi barrio una señora que llama la atención allá a donde vaya. Su nombre no lo sé  con seguridad pero todo el mundo la conoce como Herminia. Se trata de una mujer que rondará los sesenta y muchos, es pequeñita y algo regordeta, tiene el pelo entre negro y cano y la nariz tan chata que es casi diminuta para la cara que tiene. Sus ojos no son tampoco gran cosa, ligeramente almendrados por los extremos, oscuros y siempre tristes. Su piel es morena a causa del sol y sus manos pequeñas y sucias. Es una mujer que en vez de vestirse se abriga, y es que, querido lector, en el noble arte de la vestimenta no es lo mismo vestirse que ponerse ropa encima. El ajuar de Herminia siempre le queda grande, sus colores preferidos para taparse son el negro y el beige, aunque también se la puede ver ataviada con ropajes en tonos ocres y, en verano, incluso con algún pastel o   de la gama de los rosados. Esto es así porque prefiere pasar inadvertida, aunque casi nunca lo consigue. Es cierto que su indumentaria no es, en sí, llamativa, pero siempre le queda grande. Da igual que sean unos pantalones o un jersey o una blusa, incluso cuando se cubre con la gabardina que lleva todos los inviernos llueva o nieve o haga sol y que a todos los sitios le acompaña, todo le viene grande. 

Amigas lo que se dice amigas no tiene muchas. En todas las tiendas la conocen y en todas habla con el dependiente de turno pues tiene por costumbre contar sus penas y penurias varias veces al día a cada pobre diablo con el que se cruza en su deambular de aquí para allá. No es especialmente querida por los vecinos que la conocen, aunque tampoco es odiaba, simplemente es la señora Herminia y, cuando empieza con sus cosas, la gente suele escuchar en silencio las historias que cuenta durante un rato y, cuando ya se ha marchado, suspiran mirando al cielo y piensan para sus adentros pobre señora. Todo el mundo en el barrio la conoce aunque sólo sea de vista y saben, más o menos, su triste historia; ya sea escuchada de su propia boca o por oídas de boca de otros a los que sí que se la ha contado tan célebre personaje. 

Herminia vive sola con su perro Popi. Cuando era joven se casó con un hombre que fue su marido durante muchos años pero que, en verdad, en el barrio nadie recuerda y nadie llegó a conocer. Se rumorea que fue militar y que murió siendo casi un zagal, por lo que, es de suponer, que se casarían en edad muy temprana porque, de eso sí que estamos seguros, el marido era de la misma quinta que su esposa. De qué murió o cómo nadie lo sabe y, quien dice saberlo, miente. Supongo que lo normal, en caso de tener interés de verdad en conocer la historia del buen señor, sería preguntarle a la viuda, sin embargo nadie en el barrio se ha aventurado a hacerlo porque, como es lógico, si Herminia tiene ya la costumbre de hablar por los codos con todo el mundo sin que nadie le pregunte, a saber qué no haría si a algún insensato se le ocurriera indagar un poco más en su vida y su pasado con preguntas concretas que dieran pie a la pobre mujer a lubricar la sinhueso para deleitar al auditorio con tan ilustre discurso. 

Lo que sí que saben todos es que nunca ha tenido trabajo alguno. Parece ser que, a la muerte del marido, la casa en la que vivía y que todavía hoy sigue siendo su única morada estaba ya pagada y, a partir del trágico suceso, cuentan que empezó a recibir una pensión del Estado con la vive y ha vivido durante todos estos años. Su única compañía fiel es su pobre perro Popi que aguanta impasible todas las tracas a las que es sometido el pobre animalillo pues, por increíble que pueda parecer al lector, Herminia habla continuamente con su mascota como si de otro ser humano se tratase y no sólo le cuenta los pesares que le atormentan la cabeza sino que, además, le pregunta y le pide opinión sobre muchas y diversas cosas a las que, la pobre fiera, no responde, como es natural, aunque este hecho no consigue minar la tozudez de su dueña que insiste en sus cuitas con entusiasmo y, al no obtener respuesta verbal, interpreta los gestos del animal según sus propios intereses y construye conclusiones a las preguntas que ella misma ha formulado pero que pone en boca del chucho que permanece indiferente al circo que es representado a costa suya. 

En una ocasión tuve yo mismo la oportunidad de presenciar un episodio de semejante espectáculo cuando caminaba por una de las calles cercanas a mi casa. Paseaba yo absorto en mis pensamientos, como es en mí costumbre, cuando vi a lo lejos a la buena de Herminia que de lo cerca que estaba del cristal del escaparate de la tienda que escudriñaba parecía más bien que lo estuviera olisqueando en vez de mirarlo. Era octubre y, como de costumbre, iba ataviada con su sempiterna gabardina gris que cubría todo su rechoncho cuerpecito y que sólo dejaba asomar por entre los cuellos del abrigo una cabeza gris y blanca de pelos despeinados y mal lavados; junto a ella, como no podía ser de otra forma, el pequeño caniche esperaba junto a su ama esposado por una correa de cuero negro que más que ceñidor para perros parecía el cordón umbilical que une a madre e hijo y que a estas tanto les cuesta cortar en la vida. Cuando llegué a la altura de la tienda donde estaba la señora no me detuve a contemplar la escena por miedo a que se pudiera convertir en una función privada y me apresuré a acelerar el paso hasta llegar a terreno seguro lejos de tan triste dama. Sin embargo, en el momento justo en el que iba a rebasarla escuché cómo le hablaba al perro y le preguntaba qué le parecían esas botas negras tan bonitas que estaban detrás de la vidriera y como, sabrá Dios el porqué, enseguida cambió de tema y le dijo al pobre animalito, que nada había soltado por su boca como estoy seguro de que el lector ya habrá imaginado, que no tenía ni idea de moda y que aunque a él no le gustaran las iba a comprar de todos modos. 

Pantomimas como estas en el barrio las hay a diario cuando se trata de los asuntos de Herminia, por eso tampoco se desconcertó en exceso mi ánimo al presenciar el suceso que he narrado y sólo pude pensar, para mis adentros y en voz baja como ya el lector habrá imaginado, pobre mujer. Y es que lo que todo el mundo piensa cuando se cruza por la calle con ella pues, como digo, maldad no tiene ninguna pero, a pesada, nadie le gana, es pobre mujer. 

En realidad nadie habla mal de esta señora que todo el mundo conoce en el barrio aunque nadie sea su amigo. Es tanta la pena que transmite que nadie se atreve a criticarla abiertamente y, cuando se hace, el criticón siempre se ampara terminando el discursito con alguna de las coletillas que ya he mencionado y justificando su actitud reacia a pararse a hablar con ella en la cantidad del muy preciado tiempo que hace perder  esta señora y que, en estos días, nadie tiene excepto ella. 

Sé de buena tinta que hay muchas herminias a lo largo y ancho de nuestro país. Las hay, igualmente, de muchos géneros y tipologías diferentes; pues, como dice el dicho, a cada loco le da por su tema. Sin embargo tienen todas ellas algo en común que las hace ser del modo que son y no de otro y que, de la misma manera, les hace imposible poder cambiar esa forma de ser a otra con la que, probablemente, les iría mejor en la vida al ser personas normales y no bichos raros a los que todo vecino intenta evitar. Son todas las herminias mujeres mayores, pues ninguna chavalilla joven, por rara e introvertida que sea, actúa de la forma que lo hacen estas ancianas que hay en todas las barriadas de nuestras ciudades. Son todas las herminias mujeres solas, que no solitarias, pues no es lo mismo ser solitario que estar solo. La persona solitaria gusta de su soledad y sabe disfrutarla porque goza de una sesera tan noble y acaudalada que nunca está necesitada de otro ser humano para no aburrirse; la persona que está sola no, la persona que está sola es una persona que no tiene compañía, igual que el solitario, pero que disfrutaría a raudales si la llegara a tener pues, en este caso, la soledad no es buscada sino adquirida, por ventura o desventura, pero impuesta por los avatares de la vida sin que haya voluntariedad en dicho hecho. Son todas las herminias mujeres tristes, pues la vida les ha hecho serlo, porque pocas cosas pueden hacer tanto daño a las personas que el querer compañía a lo largo de los años y no tenerla. Son, por esto, todas las herminias mujeres tristes que cargan muchas penas como si de pecados se tratasen, del mismo modo que el bueno de Jacob Marley cargaba con sus cadenas por la eternidad, sin embargo, en el caso de las herminias, no hubo en sus vidas necesariamente pecados que deban ser expiados, sólo mala suerte en el devenir de los acontecimientos y muchos años gastados en balde. Son, todas las herminias que conozco, mujeres de buen corazón pero de espíritus cansados de la vida y sus triquiñuelas, cansadas del combate del día a día y hastiadas de sí mismas. 

Son, en fin, todas ellas, ese típico género español que, aunque no es autóctono de nuestra patria sí que es bien reconocido en ella por lo abundante del mismo; son, todas ellas, la conocida como la loca del barrio, que nadie ama y nadie odia, que todo el mundo conoce y que todo el mundo intenta evitar porque, en los días que hoy vivimos, nadie tiene tiempo para perderlo con otro ser humano que nada le aporta y del que nada va a obtener ya que, lo único que quiere para ser un poco menos desgraciado, es que alguien le tome como persona y le dirija unas pocas palabras que hagan de sus días jornadas menos desoladas. 

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