martes, 4 de noviembre de 2014

Café como Dios manda

Estaba yo el otro día caminando por las calles de Madrid cuando vi a lo lejos una figura que me resultó familiar por la forma de sus andares. Azoré un poco la vista y pude comprobar que se trataba nada más y nada menos que de mi buen amigo Don Periquito. Don Periquito es un sujeto digno de descripción detallada, sin embargo, como no es él el protagonista de esta historia obviaré los detalles referidos a su persona que me reservaré para exponer al gran público en otra ocasión. El tema que ahora nos apremia no es mi buen amigo sino su madre, que es, igual que el hijo, una persona también digna de ser estudiada detenida e intensamente. 

Don Periquito me explicó que había tenido que salir de casa de inmediato debido a uno de los muchos antojos que tiene su madre y que, sin él querer, le había obligado a recorrerse todos los comercios de la capital en busca de un “café como Dios manda”, pues resulta, esto también me lo explicó, que el que los asistentes de su madre habían comprado en el mercado no era del agrado de la señora. Después de esto nos despedimos velozmente y mi buen amigo desapareció calle abajo y yo continué con mi caminar calle arriba embotellado en nuevos pensamientos que habían venido a mi cabeza a raíz de tan feliz encuentro.

La madre de mi amigo es una mujer peculiar. Una gran devota y una mujer piadosa. Siempre está sacando la puntilla a todas las cosas que se suceden a su derredor pues, fijaos qué maravilla, tiene la gran virtud de hacer las cosas mejor que nadie, incluso también aquellas de las que no tiene conocimiento alguno y en las que es una completa neófita tiene su opinión más peso que la de cualquier otro ser humano sobre la faz de la Tierra. Ella se tiene a sí misma como una gran santa, Santa Periquita la podemos llamar. Naturalmente la madre de mi amigo no se llama como el susodicho, pero siempre me ha parecido un nombre tan sonoro y cómico que puede ser aplicado con éxito a cualquier buen apodo. 

Santa Periquita va a misa todos los domingos, como Dios manda, y además tiene como gran virtud, de la que siempre presume e informa a sus interlocutores en todas las conversaciones que mantiene aunque ninguno de estos le pregunte al respecto, su gran templanza con todos los vicios, que, como ella dice, son la manifestación directa del Demonio en nuestras vidas. Sin embargo la santa no lo es tanto como ella se cree. Esto lo  digo porque la conozco lo suficiente y porque mi buen amigo me ha contado sus cuitas con pelos y señales. 

Sí que debo reconocer que de todos los vicios censurables hay uno del que carece por completo y que es la lujuria. Santa Periquita es de esas mujeres que no ha sido virgen de por vida porque quería tener hijos pero que, si hubiera podido, se hubiera reproducido felizmente por esporas o por mitosis humana. Su pobre marido sólo debió conseguir abrazarla entre las sábanas las dos veces que necesitó para quedar encinta de mi buen amigo y de su hermana pequeña. 

Sin embargo este vicio es en Santa Periquita una excepción porque, del resto, se puede decir sencillamente que los tiene todos aunque ella crea que no. La soberbia es el pecado que con mayor facilidad se reconoce en esta mujer, pues está tan segura de su superioridad moral respecto del resto de los mortales que parece que hubiera sido, toda ella, obra misma del Espíritu Santo por lo inmaculado que en todo su obrar en estima se tiene. 

De la envidia podría narrar muchas anécdotas pero me quedaré con aquella que me contó su hijo en una ocasión y que me parece la más ilustrativa. Resulta que Santa Periquita tenía una amiga íntima de toda la vida, creo que se llamaba Pepita, aunque ahora mismo la verdad es que el nombre de la buena señora es algo irrelevante. Pepita era fea. Pero no de esa fealdad que cuando te preguntan al respecto hablas de su enorme simpatía; no, era fea fea. Tenía una nariz aguileña que llegaba a todos los sitios antes que su dueña, la barbilla chupada hacia dentro de la cara de tal forma que, al mirarla, no sabías si había hueso debajo o sólo pellejo y unos ojos tristes como los de alma que lleva el Diablo. Sin embargo Pepita tenía dinero y, llegada a cierta edad, pasó por el taller para que le hiciesen el clásico arreglo de chapa y pintura que suelen llamar. Doy fe de que eso sí que fue un verdadero milagro y no lo acontecido en Lourdes, pues la fea fea pasó a tener una nariz fina y respingona, a tener mandíbula donde antes nunca la había habido y a tener unos pómulos sonrojados y carnosos que tapaban aquella calavera que hasta entonces había tenido por cara. Sus ojos tristes se alegraron en cuanto le llovieron los pretendientes y se casó con un buen hombre que, además de quererla de verdad, le hizo feliz. Sencillamente, Santa Periquita cortó amistad con Pepita la fea fea en cuando fue guapa guapa, pues nunca le había gustado que sus amigas le hicieran sombra. 

Además de orgullosa y envidiosa tiene también el don de la ira, pues de genio anda sobrada y, como siempre tiene razón, todo el mundo debe soportar sus ataques iracundos y sus gritos clamando al Cielo. Tiene por costumbre colgar el teléfono a sus amistades cuando estas le dicen algo que no le convence y pobres de ellas como no vuelvan a llamar de inmediato a disculparse. De hecho, dicen las malas lenguas, que el botón de rellamada se inventó sólo para que estas pobres almas cándidas que tienen que soportar sus enfados y vituperios tuvieran alguna posibilidad de salir airosas de tales enfrentamientos. 

De todos los vicios que cree no tener Santa Periquita la pereza es uno de los mayores, pues no es capaz de dar dos pasos seguidos sin suspirar y quejarse de lo muy cansada que está. Achaca a la edad parte de sus males pero también a la vida azarosa que Dios le ha hecho padecer y que, aunque ella dice aceptar con resignación, en realidad es sólo un argumento más para ser el centro de atención y una mártir a los ojos de la sociedad. 

Quizás la avaricia sea de los pecados que menos padece, pero, todo hay que decirlo, tiene un marido rico y no ha trabajado nunca. Mi buen amigo tiene la suerte de pertenecer a una familia adinerada y su madre siempre ha tenido todo lo que quería, incluso más, pues el hombre de la casa siempre la ha tratado como a una reina y ella ha disfrutado de todas las atenciones y lujos incluso antes de que pudiera pensar que le gustaría tenerlos. 

Finalmente, junto con la pereza, la gula es uno de los peores vicios que podemos encontrar en Santa Periquita. Es curioso analizar la manera en la que este pecado toma forma en esta mujer pues no es una gula al uso. Resulta que si observamos ordenadamente la cantidad de cosas que come esta señora nos sorprenderá que siempre son raciones escasas en cantidad. Son comidas frugales en apariencia que nunca superan el medio plato. Sin embargo, y es aquí donde viene el problema, Santa Periquita disfruta sobremanera y presume de lo poco que come pero no de lo bien que come. Y es que, querido lector, Santa Periquita come poco pero es tan exigente con la calidad de los platos que es maleducada con todo aquel que la rodea en la mesa. En los restaurantes le encanta gritar espantada al camarero cuando este le trae el plato y le pide que lo retire y que, si hace el favor, se lo traiga con “la mitad de eso” como mucho; pues, es tan santa que no puede ni siquiera ver el plato copioso sin que sienta una gran tristeza en su alma aunque no se lo vaya a comer, ella necesita el plato con poca comida. Pero la mitad de eso, suelen ser, bocados exquisitos que cuestan un ojo de la cara y que, siempre y sin excepción, nunca son del agrado completo de la señora. 

Es la gula uno de los vicios de los que más peca Santa Periquita sin saberlo. Pues no come mucho pero exige comer bien que, para el caso, es una forma de gula más sibilina pero igualmente mortal. Ningún menú es del gusto de su paladar, siempre suele recurrir a los chascarrillos de su época en la que, según cuenta, sí que se conseguía comida de verdad. En realidad, no se da cuenta de que, a sus años, su sentido del gusto ya no es el mismo que cuando era joven, ni de que después de tanta vida  comiendo es difícil encontrar sabores desconocidos que consigan sorprender su paladar, del mismo modo que no se da cuenta de que el “café como Dios manda” que manda buscar a su hijo no lo va a encontrar, porque no hay café en el mundo que sacie los deseos pretenciosos de una mujer así. 

Es, Santa Periquita, una de esas mujeres que van de santas por la vida, que van de mártires allá donde pisan, que disfruta de dar órdenes y clases de moralidad a todo el mundo y que se considera el mejor ejemplo a seguir. Lo peor de todo, es que no se da cuenta de su extremo carácter pecaminoso. Se cree santa sólo porque cumple con los mandamientos literalmente, pero no se percata de lo incongruente de su actitud. Es de ese tipo de mujeres con voz de pito que martillea la cabeza de cuantos tiene a su derredor y que siempre es la primera en ver la paja en el ojo ajeno pero que se cuida mucho de que nadie vea la viga. Entretanto, presume de su santidad y va a misa con la cabeza bien alta y, cuando sale, se reúne con sus amigas a despellejar a Fulano y Mengano y a deshacerse en elogios y odas consigo misma. 

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