miércoles, 19 de noviembre de 2014

El Jomi

Hay un bar en la calle de mi casa que es la tristeza personificada. Yo me mudé a este barrio hará ya unos años y cuando lo hice ya estaba aquí. Ciertamente debe llevar en el mismo sitio desde los albores de la humanidad y desde que el mundo es mundo porque, sin exagerar lo más mínimo, es tan antiguo que todo lo que hay en su interior estaba ya allí antes de que yo naciera. 

Se trata del típico bareto español, de esos que antes llenaban las calles de Madrid y que, poco a poco, van desapareciendo para dar lugar a restaurantes de autor, locales de moda y coctelerías chic (Estos establecimientos merecen crónicas aparte, ya que son recintos con asuntillos tan interesantes y dignos de atención como el que ahora nos ocupa, pero como hoy no es el caso que nos atiende no me cebaré con ellos y guardaré mis bilis para otro día). Este tipo de tascas a la española, antes tan comunes, cada vez son más escasas. Esto se debe a que son negocios que requieren mucho esfuerzo y sacrificio y, por encima de todo, un mobiliario kitsch completamente desfasado que ya no se encuentra en las tiendas fácilmente. Los más afortunados cuentan haber visto algo de ajuar los domingo en El Rastro, pero son tan escasas las piezas de recambio que no resulta factible perpetuar un género tan hispánico y la mayoría de los empresarios, llegada la hora de escoger entre arreglar su bar o defenestrarlo para siempre de los anales del mundo, optan por la segunda de las opciones. 

El Jomi, que así es como se llama tan curioso lugar, está regentado por un matrimonio que debe rondar los sesenta años pero que aparenta, en realidad no tener más edad, pero sí haber vivido muchos siglos en su paso por este mundo. El nombre nace del de sus dueños, Joaquín y Milagros; es evidente que no se comieron mucho la cabeza para escoger el letrero de plástico blanco y rojo que corona la entrada de aluminio y cristal que da paso a las profundidades de aquel antro. En el interior todo es oscuro y viejo, tan viejo como sus dueños. Se trata de un espacio rectangular en forma de tubo, un tanto claustrofóbico ya que, exceptuando la cristalera de la entrada, no tiene ninguna ventana ni ventilación que permita que el aire de la calle se cuele por lugar alguno y traiga un poco de frescura nueva a aquellas paredes y suelos. 

A la izquierda se encuentra la barra. Tiene un rodapié plateado y mate, de acero destartalado que tiembla cuando se le roza con la puntera del pie y que se cae al suelo cuando al bajar de los taburetes se le da una patada sin querer. Joaquín está ya acostumbrado a que pasen estas cosas y, por eso, siempre le quita importancia y les dice a los pobres clientes que se disculpan de tan tamaño estropicio que no se preocupen, que es que debería arreglarlo pero que como están las cosas pues ya se sabe. La parte de arriba de la barra es de plástico. Antaño fingía ser madera. Se trata de una balda de contrachapado amarillento por algunas partes, esto lo sé porque el sobre sintético que lo cubre está roto por algunos lados y deja ver lo que hay debajo, que está rematada con una lámina de formica negra y beige que en otra época imitaba las vetas de la madera del pino barnizado. 

En el otro lado del bar está la máquina de tabaco, elemento indispensable para dotar todo el ambiente de una atmósfera más decadente al más puro estilo años setenta, y tres mesas incrustadas al suelo con tornillos enormes con sus respectivos sillones de cuero, también sintético. Los tableros donde la gente se sienta a comer son del mismo material que la barra donde Joaquín sirve los chatos de vino y los whiskys con agua, Milagros no suele atender nunca porque está siempre en la cocina. Las mesitas tienen los mismos rotos y los mismos colores desvaídos en el contrachapado y en la tapa que los que se encuentran en la barra pero, en este caso, los agujeros son más grandes y se concentran todos ellos en la parte más alejada de la pared. 

Los sillones son dignos de mención aparte porque, exceptuando en las películas de Paco Martínez Soria, son imposibles de encontrar hoy en día. Son sofás de dos plazas y enfrentados entre sí a cada lado de la mesa. Tienen una base de metal plateado del que sale el armatoste que sirve para apoltronar las posaderas y, del final de este, un segundo trasto de la mitad de las dimensiones que su precedente que se usa, porque servir no sirve, para apoyar la espalda. Exceptuando la parte de la base metálica, están, todos ellos, revestidos con una tela de cuero sintético de acetato en color vino burdeos que no deja transpirar el aire y que hace que te pegues a ella de igual forma ya sea verano o invierno. 

Las paredes están decoradas con los recuerdos más casposos que uno pudiera imaginar. Junto a las mesas hay en la pared un cuadrito en el que se puede leer un título que reza <<Todo por la patria>> y a continuación un texto escrito en una letra diminuta sobre un folio amarillento a causa del paso de los años. Tiene algo que ver con Joaquín, de cuando estuvo en la mili o algo así; aunque si he de ser sincero nunca he llegado a enterarme muy bien de qué se trata a pesar de que me hayan contado la historia mil veces. Un poco más allá, justo entre la máquina de tabaco y la primera de las mesas de formica, hay colgado un reloj de pared con el escudo del Atlético de Madrid grabado sobre la esfera y, sobre este, una capa de polvo y grasa que se lleva acumulando en el mismo sitio probablemente desde que el marcahoras fuera colgado por primera y única vez. 

La pared que está junto a la barra es diferente. Está llena de botellas de ginebra y whisky, especialmente Larios y DYC, que son las que más se venden. También hay algunas botellas de vino añejo y también barato, y alguna botella triste y desparejada de ron y alguna que otra de vodka. Lo que más llama la atención de esta bodega es que, más o menos en el centro, hay dos miniaturas de unos veleros que se abren paso tímidamente entre tanto botellerío. El más grande tiene escrito en su base <<Recuerdo de Benidorm>> y es de cuando Joaquín y Milagros se casaron y fueron juntos a ver el mar por primera vez. La leyenda del segundo dice sólo <<Torrevieja>> y es del viaje que hicieron por toda la Vega Baja del Segura en el año sesenta y nueve, cuando acababan de tener a su primer hijo. Que yo sepa ni Joaquín ni Milagros han debido de hacer más viajes en su vida, exceptuando en navidades y algunos veranos que van a su pueblo de Cáceres a ver a la familia; supongo que si los hubieran hecho la flota de veleros habría aumentado con ellos. 

A grandes rasgos esto es el Jomi: Un antro de mala muerte destartalado donde se juntan los de siempre a beber lo de siempre, que es regentado por un par de buenas personas que, ajadas por la difícil vida que les ha tocado sufrir, llevan la resignación escrita en sus rostros y en sus arrugas. Es un bareto a la española, sucio, viejo, renegrido, con los muebles desvencijados y con recuerdos de otra época colgados de las paredes y que gritan al mundo que todavía hay gente que, estando sus años mozos ya muy atrás, siguen aquí a pesar de los tiempos que corren. 

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