viernes, 14 de noviembre de 2014

¡Ay de la vida!

El otro día terminamos, por casualidades del Destino, merendando en el Café Belén cerca de la Puerta del Sol. Éramos muchos y de variados géneros pero en realidad eso es algo que no tiene importancia en demasía porque, a pesar de lo dispar del panorama, había una cosa que era común a todos los comensales que allí nos habíamos reunido. Teniendo por únicos testigos los días pasados, los años que llevábamos juntos eran muchos más de los que se pueden contar con los dedos de las manos y eso hace que, entre otras cosas, los amigos sean amistades y no cosas de menor envergadura, aunque la tradición se empeñe en llamarlo todo con el mismo nombre y esto, querido lector, era algo que teníamos en común todos los allí presentes. 

Naturalmente las conversaciones que acontecieron aquella tarde no versaron ni de la costumbre ni de la Filosofía con las que tengo ya hastiada mi sesera pero que siempre retornan a mí como un mantra incognoscible que se repite una y otra vez en un ciclo interminable. Los quehaceres de mi gente son diversos, pero dentro de la diversidad de los mismos puedo asegurar que, sin ser tan nobles como los míos, son infinitamente más prácticos y útiles en lo que a la vida cotidiana se refiere pues, seamos sinceros, a nadie le interesa la Filosofía. No porque a ese nadie no deba interesarle, sino porque no la comprende y ello genera ofuscación en el ánimo y quebraderos de cabeza miles que terminan produciendo humores cálidos que se suben hasta las sienes y atormentan la quijotera. Sin embargo yo, en mi afán masoquista de torturarme con mis propios pensamientos, dejé volar la imaginación alimentada a partir de aquella situación tan amable en la que me vi felizmente envuelto y mi alma desapareció por entre las nubes de las muchas ideas que se mostraban a mi entendimiento como imágenes de una vida pasada y otra futura y, sobre todo, de una vida presente que se me hacía demasiado complicada de entender y de poner en orden. 

Y es que resulta, querido lector, que a pesar de todos los años vividos, las noches de cacería con otros calaveras hermanos míos, a pesar de todos los libros leídos y los títulos laureados, a pesar de todos los honores, a pesar de todas las penas y todas las alegrías que la vida me ha regalado durante todos estos años hay una cosa que veo cierta e imperturbable: La vejez apremia y mi sabiduría sigue siendo la misma. 

Entonces me recordé a mí mismo años atrás, cuando la vida no había ajado todavía la esperanza de la juventud y cuando el futuro era tan grande y fértil que en él cabía todo cuanto la imaginación pudiera hacer florecer en aquellas tierras ocultas y ricas que eran el día de mañana. Recuerdo que, con apenas quince años cumplidos, pensaba para mis adentros que cuando fuera mayor habría hecho esto y aquello, y lo habría hecho porque entonces tendría ya la capacidad de llevar a cabo tales maravillas. Esa capacidad, naturalmente yo no lo sabía en aquella tierna niñez, era la sabiduría misma, el conocimiento real y certero nacido de la experiencia. Sin embargo los años han pasado y la sabiduría adquirida, aunque me haya salvado en muchas ocasiones, no ha sido suficiente para salvarme de la vida misma…

Veo que la vejez llama a mi puerta y mi espíritu no está todavía preparado para poner ni un pie en su cripta. ¡Ay de la vida! ¡La cuna y la tumba! ¡Los pañales y la mortaja! Como decían los clásicos… ¡Pobre ingenuo de mí! Que sin querer he caído como todos los que me precedieron… Mías han sido la soberbia y la fe, idénticas ambas a las de aquellos que ahora crían malvas y que ya me advirtieron. Fracasados están ya toda ciencia y toda religión, refugios de los temerosos de la muerte que se aferran a ellas como un hijo a los brazos de su padre… ¿Dónde quedaron los tiempos soleados? ¿Dónde la fuerza y la gallardía de la juventud? ¿Sabéis porque los jóvenes no van a misa? Porque la muerte se les antoja muy lejana todavía… Pobre de mí, alma en pena soy esperando el tajo de la Parca que llama pronto a mi alcoba. Contados están ya los días para que todo aquello que nos vio nacer sea polvo y ceniza. Pues ¿qué es la vida sino una ilusión, un frenesí? Algo que pasa rápido y no deja más huella que el recuerdo y la nostalgia. ¡Grito y me rebelo! ¡Clamo al Cielo eterno y a las profundidades obscuras del Infierno! Y nadie responde… Nadie escucha mi llanto hecho súplica porque no hay mano amiga más allá de los días de la gloria y la carne. Me refugio en mis libros, testimonios de papel de la esperanza antaño depositada en la ciencia que de nada sirvió. Tampoco la fe lo hizo y ahora se amontonan en tropel en mi alcoba reuniendo a su derredor el hollín y el polvo que trae la vida. ¡Ay de la vida! ¡Grito y me rebelo! Y nadie contesta… 

De repente un golpe seco y certero. Una mano amiga lanzada desde los altos cielos golpea mi nuca y me arroja de nuevo al mundo de los vivos. ¡Despierta! me dicen. De nuevo estoy en la Tierra, de nuevo en el Café Belén. Hemos cambiado las pastas por vinos y cerveza. De repente los monstruos se disipan y, como un animal herido, me arremolino junto a los míos al abrigo de las copas y brindamos y bebemos sin pensar en el mañana. El calor de los amigos favorece un ánimo tranquilo y confiado. A grito de ¡Comamos y bebamos que mañana moriremos! se disipan todos los fantasmas menos uno; Horacio sigue entre nosotros. 

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