viernes, 7 de noviembre de 2014

Una temporada en el Infierno

Sin duda esta historia sorprenderá en principio al lector por lo peculiar del sitio donde tiene lugar. Sin embargo es necesario comprender que, aquello que para unos es pura fantasía, para otros es lo cotidiano de su día a día y constituye un hecho normal y habitual que no merece mayor boato o trato especial al ser narrado. Pero como sé que habrá gente a la que le resulte un tanto extraño prefiero advertir de ello para que no se lleven sus mentes a sorpresa desagradable y puedan, por el contrario, sacar ideas provechosas de esta historia que me sucedió el otro día. 

Algunos humanos tenemos la capacidad de cambiar de forma con la sola voluntad de ello, hay quienes también, viendo la necesidad o por puro capricho, consiguen desdoblar sus naturalezas, por lo común ligadas, y separar la carne del espíritu y viajar de esta forma por mundos diversos y más elevados que el nuestro, aunque no diferentes en el espacio, ya que el hecho de que estos universos se encuentren más allá de las dimensiones frecuentes no significa que no se desarrollen necesariamente fuera de las mismas. 

De esta guisa estaba yo el otro día, previa metamorfosis en hombre fantasma, caminando por uno de los muchos recovecos que tiene el Infierno cuando me encontré con uno de los muchos demonios que ya conozco. Este en cuestión se llama Escrutopo. No puede decirse que seamos amigos naturalmente, ya que, como buen demonio, carece de amistades y sólo busca su propio beneficio ya que, a pesar de las reformas del Alto Mando de ambos bandos que tuvieron lugar en el siglo pasado, un demonio es incapaz de comprender la amistad como correspondencia desinteresada. Sin embargo tenemos una buena relación que a este diablo le llega incluso a gustar debido a las precauciones que siempre tomo cuando me topo con él en el inframundo. El lector debe saber que, para moverse con seguridad en los infiernos, basta con no hacer ningún trato con los demonios y, en ningún caso, pronunciar la palabra “invoco”, ya que puede decirse que esta fórmula es algo así como encender una red wi-fi en el mundo espiritual y puede tener por seguro que los espíritus que acudirán a su encuentro no serán del agrado del convocante. 

Escrutopo es uno de esos demonios viejos, de los que como dice el dicho sabe más por los años que por su naturaleza. Posee un carácter que podríamos definir como tranquilo, para tratarse de un demonio claro. Tiene una forma de hablar bastante directa, cosa que agradezco sobremanera porque si hay algo que no puedo soportar son esos espíritus juguetones que disfrutan con el disfraz y el doble sentido de las palabras y que se caracterizan por esa conversación insulsa que sólo lleva a perder el tiempo sin conseguir obtener ninguna información despejada. Escrutopo es sibilino y tiene gustos refinados, es lo propio a sus años. Con la edad, no sólo humanos sino también espíritus puros, templan las pasiones y los instintos en favor de la razón práctica y el utilitarismo. 

De su aspecto no tiene mucho sentido que hable ya que es sólo una careta que se pone en cada ocasión según le conviene. En el caso de los híbridos, así es como nos designan los demonios a los humanos con cierto toque irónico pero con bastante mala leche también, cuando nos desprendemos del caparazón que es el cuerpo, mantenemos por costumbre el aspecto físico que tuvimos en vida, aunque éste adquiera una compostura  mucho más vaporosa y etérea. Sin embargo en el caso de los espíritus puros, como los demonios, el aspecto físico es una herramienta para mostrarse a su interlocutor que puede variar de facha según le convenga o lo guste más o menos. Cabe decir que nunca he visto a Escrutopo tomar por forma los clásicos modelos de los monstruos antropomórficos con cuernos y rabo a los que no nos tiene acostumbrados la literatura alemana y francesa y las artes plásticas de la Gran Bretaña. En realidad la mayoría de las veces toma como envoltura un cuerpo humano de aires galos, con el pelo repeinado con fijador todo él hacia atrás y un bigote finísimo coronando la comisura del labio superior de su boca. La indumentaria con la que se disfraza acostumbra a ser un esmoquin blanco que, para mi gusto, está bastante desfasado y resulta un tanto hortera a los sentidos.

De esta forma comenzamos a charlar de las cosas típicas que hablan los demonios con los humanos. Algo de moralina camuflada como ética, un poco de teología y metafísica, algo de estética y, sobre todo, ya que es un tema sobre el que les encanta a diablos discutir e intentar inducir a error a los humanos, la Verdad. Anduvimos deliberando razonada pero acaloradamente de estas filosofías al más puro estilo peripatético cuando llegamos a un claro en un bosque de árboles muertos que daba salida a las orillas de un río de sangre hirviendo cuando escuchamos mucho ruido cerca de este y, saliendo de nuestros ensimismamientos ontológicos, nos dirigimos veloces pero sin perder la compostura, pues vanidosos ambos lo somos un rato, a echar un ojo para ver cuál era la causa de tanto alboroto. 

Nos acercamos al tumulto de almas en pena y monstruos varios que había y preguntamos al que estaba más cerca qué ocurría. Nos contó que, por lo visto, una especie de dragón alado se había quedado atrapado en una torre cercana al río de sangre y que un grupo de demonios jóvenes de la que denominó como “brigada de seguridad y control” estaban intentando sacarlo. El resto parecían ser sólo curiosos que se habían arremolinado a su derredor a cotillear la escena. 

Resulta que la torre no era una torre sino un pozo. Por lo que yo tenía entendido en mi cabeza hasta entonces, los pozos debían ser agujeros excavados en la tierra en torno al cual se solían levantar pequeños muros circulares con el objetivo de evitar que algún desafortunado pudiera caer en su interior. Sin embargo los muros de este pozo alcanzarían la altura de un edificio de cuatro pisos en la Tierra, razón por la cual tenía terrazas adosadas que, en realidad, no eran terrazas como a mí me había parecido en un principio, sino escalones a través los cuales se trepaba para llegar hasta la boca del mismo. Me propuse concienzudamente ordenar todas estas ideas en mi cabeza y tener una mente abierta ya que, al fin y al cabo, estaba en el Infierno y, como es lógico, aquí las cosas son algo diferentes que en el mundo sensible. Sin embargo no pude borrar de mi noble sesera que aquella muralla de más de veinte metros de altura alrededor de un agujero constituía un ornamento del todo exagerado para un agujero tan pequeño en comparación con su custodio y que todo aquel circo resultaba desmesurado para sacar alguna criatura desconocida de sus entrañas, puede que sea por prejuicio, pero no consigo entiender como nadie puede construir un muro tan exagerado para un pozo tan pequeño. 

No había terminado de acomodar los pozos y los monstruos en mi cabeza cuando de pronto oímos un grito proveniente de lo alto de la torre y, cuando levanté la vista, pude ver como el diablillo de la brigada de seguridad que se había encaramado a lo alto de aquella atalaya estaba cayendo al vacío desde el escalón más alto de todos mientras sus compañeros presenciaban horrorizados como un bicho alado salía volando por las fauces del pozo y echaba a volar por encima de las cabezas de todos los que allí estábamos presenciando el espectáculo. Nada más ver al supuesto monstruo me di cuenta de que no lo era como tal. El animalito en cuestión era un dinosaurio al que los paleontólogos terrestres llaman pterodáctilo. En resumen, un dinosaurio con alas, un pico enorme, una cabeza afilada y que gracias a sus alas puede volar.

El bichejo pegaba unos gritos agudos insoportables, así que la multitud que antes se había arremolinado alrededor del pozo ahora corría despavorida en todas las direcciones y gritando horrores contra el pajarito que, aunque chillaba como un descosido, lo único que hacía era volar en círculos sobre el agujero que le había servido de escondite hasta que los tipos de la brigada infernal le habían despertado y obligado a salir de su letargo.

Antes de seguir con la historia debo recordar que estábamos en el Infierno y, como es lógico, en estos lares la gente ya está muerta. En otras palabras que ya no puede morir. A los visitantes que venimos de fuera, ya sea de la Tierra o de cualquier otro planeta de vivos, nos sorprende siempre ver como los habitantes de aquí reaccionan ante las catástrofes como si les fuera la vida en ello, porque aparentemente no tendrían nada de qué temer puesto que ya están muertos. Sin embargo, cuando uno muere y termina en el Infierno, puede seguir sintiendo dolor y placer. No puede morir, como es lógico, pero sí sentir y sufrir. Es por esto que a pesar de su situación los espíritus liberados que terminan en estas regiones siguen reaccionando de una forma muy terrenal ante tales situaciones ya que, en el Infierno, el conocimiento certero del propio estado suele ser la excepción y eso lleva a situaciones absurdas e irracionales muy a menudo. 

Reconozco que si yo me encontrara un pterodáctilo volando por los alrededores de mi casa en la Tierra me escondería en un lugar donde estuviera seguro de que no va a poder encontrarme y esperaría a que las autoridades pertinentes se hicieran con la situación, y con el bicho, antes de volver a salir de mi escondite. Pero en el Infierno en donde, tanto a la gente que vive aquí como a los visitantes que venimos a pasar algunas temporadas para desahogarnos un poco del mundo de los vivos, lo peor que nos puede ocurrir es sentir un dolor pasajero que sabes que no va a tener mayor repercusión ni mucha duración.

Mientras la gente corría de un lado a otro sin saber muy bien adónde ir la brigada de seguridad se había replegado para capturar al pajarraco que seguía volando sobre nuestras cabezas sin tener tampoco éste muy claro el rumbo que iba a tomar en su huída. En diablillo que se había despeñado desde lo alto del pozo ya estaba en pie de nuevo como buen marinero y dirigía con voz ronca pero firme a sus compañeros para que hicieran volar una especie de poleas por el aire para atrapar al pobre animal que, ante semejante caos, parecía haber entrado en éxtasis como Santa Teresa. 

Finalmente los demonios de la brigada consiguieron hacerse con el triste monstruo y lo encerraron en una especie de caja metálica rectangular que tenía adosada dos ejes con cuatro ruedas en su parte inferior y que servía para que rodara con facilidad sin tener que hacer demasiada fuerza al transportarla. Algunos de los curiosos que se habían refugiado entre los arbustos de los alrededores salieron a felicitar a la brigada por su trabajo en lo que a control de plagas se refiere. De esta forma, entre vítores y aplausos, los diablos de la brigada se llevaron el cajón con el animal dentro siguiendo la orilla del río hasta que, como punto y final de semejante circo, los demonios giraron en una curva a la linde del río y desaparecieron para siempre. 

Escrutopo y yo comentamos ligeramente lo sucedido como dos amigos que parlotean de las anécdotas de lo cotidiano con normalidad. Noté que quería seguir con nuestros dilemas metafísicos pero se había hecho ya demasiado tarde para mí y no pude hacer otra cosa que despedirme y regresar al mundo sensible. Le prometí a mi buen oyente visitarle más a menudo para poder proseguir con nuestras charlas filosóficas confiando en que, la próxima vez, los asuntos cotidianos del Infierno no nos distrajeran de tan noble tarea y pudiéramos ejecutarla sin interrupciones de este tipo. 

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