jueves, 27 de noviembre de 2014

Doña Pepita

Doña Pepita es una mujer difícil. Es de esas personas que si no fuera por su carácter sería muy feliz en esta vida. El problema de Doña Pepita es que tiene por costumbre hacer hincapié en el lado negativo de las cosas que le suceden en su día a día en los quehaceres propios de todo ser humano. Por esto si tiene que coger un autobús siempre lo pierde, si tiene que comprarse una blusa nunca encuentra su talla y si tiene que ir al médico no consigue ser atendida como a ella le gustaría. 

Doña Pepita es una mujer sin maldad, aunque le encanta hablar de los demás, no para criticarlos propiamente dicho, sino para comprender sus propias penas y justificar así sus cuitas ya que, de forma endémica, todos sus problemas tienen su origen en las acciones del prójimo que se reitera en su manía de hacerle la vida imposible a la pobre Doña Pepita. Es por esto que ella nunca tiene la culpa de las cosas que le pasan en la vida pero siempre le pasa de todo. Suele explicar que, lo que le ocurre, es que la gente es muy mala, que ella no hace mal a nadie y que el mundo es muy injusto con ella; aunque no con el resto. 

Y esto es otra cantinela que repite siempre porque, sin lugar a excepción, todas las personas malvadas que rodean la vida y los quehaceres de Doña Pepita son más ricos, más guapos y más afortunados que ella sin que haya ninguna explicación racional aparente que sosiegue el ánimo de este sujeto que ahora nos ocupa. Visto desde fuera uno no suele percatarse de este hecho tan inusual, y es que resulta que, a pesar de las quejas de Doña Pepita, si uno no repara pausadamente en la dicha y desdicha de sus vecinos, cualquiera pensaría que son estos tan suertudos y gafes como cualquier otro hijo de Dios sobre la faz de la Tierra sin que mereciera, este hecho, atención más detenida. 

Pues resulta que, analizando el cuadro de costumbres y malicias con un detenimiento mayor y con los humores sosegados, lo cual es fundamental para que el escrutinio sea eficaz, cualquier cabeza templada de da cuenta rápida de que los conciudadanos que comparten tiempo y espacio con Doña Pepita no son ni más ricos, ni más guapos ni más afortunados que ella sino que, simplemente, son optimistas. 

Es por esto que a Doña Pepita todas las mieles le saben amargas. No es que el mundo esté confabulado contra ella ni que el caprichoso Destino que mora más allá de las nevadas cumbres del Olimpo y que es rey y juez por igual de dioses y mortales la tenga enfilada con Doña Pepita, lo que ocurre es que es esta mujer su propio problema y única causa de todos los males que le acontecen, pues es tan rauda en ver la paja en el ojo ajeno que no es capaz de guardar fuerzas para ver la viga en el suyo y, de este modo, sólo percibe el vicio ajeno y no el propio como causa de sus desavenencias. 

Por esta manera de afrontar los quehaceres del día a día todas las alegres posibilidades  se tornan en tristeza y, las veces que no es así que son las menos, está tan preocupada y tan temerosa de lo que le deparará el futuro que no consigue disfrutar de los pocos placeres que consigue encontrar en su existencia. Por esto, cuando uno analiza detenidamente a Doña Pepita, se da cuenta de que sus amigos no son más ricos que ella sino que, simplemente, no piensan tanto en el dinero ni en los infortunios que traerá el mañana por su causa; se da cuenta de que sus amigos no son más guapos que ella sino que, sencillamente, sonríen con facilidad y no portan consigo una máscara de perpetua preocupación por cara; se da cuenta, finalmente, de que sus amigos no son más afortunados que ella en la vida sino que, naturalmente, aceptan las cosas tal y como vienen y ven, en cada acontecimiento de la vida, un normal devenir de las cosas y no actos finales que conlleven un melodrama digno de una tragedia de Sófocles. 

Desgraciadamente es Doña Pepita un caso sin solución pues, en muchas ocasiones, le han dicho: <<Pero mujer… No se lo tome usted así, ya verá como se pasa pronto, si un catarro es cosa normal en esta época del año>>. Pero ella insiste en su pena: <<Sí, sí… Será muy normal pero eso lo dice usted porque no está acatarrada, si fuera usted quien no pudiera ni respirar con normalidad ya me gustaría a mí verle decir esas palabras>>. Y cuando declara esto tiene la costumbre de elevar mucho el tono de voz y modular el timbre de forma que suene chirriante y muy agudo de tal manera que resulte, no sólo molesto por lo alto de su decir, sino también irritante por la forma afilada y saturada de íes que tiene en su hablar. 

Este es sólo un ejemplo de las penas de Doña Pepita y de los ánimos que recibe de alguna buena amiga que tiene la mala suerte de cruzarse en su camino cuando la protagonista de esta historia está atacada por los malos humores, que suele ser casi siempre, pero como este los hay muchos. La pena es que si de un simple catarro se desgranan estas cuitas, comprenderá el lector, qué pestes no soltará por su boca cuando los dolores sean mayores y realmente lo sean. 

Doña pepitas conozco muchas en la vida, y también don pepitos. Son personas quejumbrosas, temerosas del mundo y del futuro, desconfiadas del género humano y que son incapaces de disfrutar de los bienes que da la vida sin sacarles alguna pega. Son personas aburridas de sí mismas, de su vida y de sus logros. Débiles en lo que al carácter y en lo que al dominio de sí mismos se refiere. Personas tan atadas a la mundanalidad de su existencia que creen que todo lo que les rodea debe caer bajo su control, que exigen todo porque se creen dueños de nada y que, en realidad, están enfermos; enfermos del placer porque, teniendo deseos imposibles de satisfacer, no hay nada en la vida que les satisfaga. 

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