martes, 18 de noviembre de 2014

A la negra muerte

Una vez tuve un sueño. Me vi a mí mismo tumbado sobre un lecho de piedra y rodeado de flores marchitas que adornaban mi tumba y, junto a mí, un montón de gente con los rostros hundidos que lloraba y se consolaban los unos a los otros. Como todo fueron ensoñaciones de una mente enferma de temor no recuerdo con exactitud los detalles pero sí que tengo claro como una mañana de primavera que la atmósfera que rodeaba toda la escena era tremendamente lúgubre y sombría. Las plañideras rompían el silencio sepulcral con sus llantos y los hombres que presenciaban tan dantesco espectáculo abrazaban a sus mujeres, más destrozadas en su ánimo que sus maridos o, al menos, más expresivas que estos. El cielo era negro, pero no porque fuera de noche, sino porque no había sol ni luna, ni tampoco estrella alguna que tachonara el firmamento con alguna tímida luz que hiciera recordar a las personas que, una vez, hubo alegría en los cielos.

Yo caminaba al derredor de las sombras que lloraban mi pena e intentaba hablar con ellas pero nadie me oía ni se giraba para verme. Era yo un fantasma sin huesos ni carne y sin voz a la que poder escuchar en sus cuitas. Quería gritar que estaba bien, que todo el dolor había cesado y que no llorasen, que no llorasen más, que las penas habían pasado y que volvieran a sus casas, que no velaran un cuerpo inerte que ya en nada mío era; pues el cascarón que adorna la vida no es la existencia misma. De esta manera me encontré girando y girando de un lado al otro voceando palabras que salían de mis labios etéreos a un aire que parecía inquebrantable a mis ruegos. Cesé en la tarea que me había dispuesto. Rendido y agotado me senté en la lejanía de una roca que parecía firme y observé la escena desde la distancia. Allí seguían los pobres amigos que tristes lloraban mi cuerpo sólido y rígido rodeado de pompa y boato. Fue entonces cuando una fuerza me impulsó a abandonar mi puesto para alzarme sobre los pies fantasmagóricos que hacían las veces de piernas y echar a andar más allá de mi propio velatorio para contemplar qué rodeaba tan triste lugar. 

Tras el escollo que me había servido de butaca se extendía un bosque altísimo de pinos verdes y negros cuyas ramas crecían tan largas que no dejaban entrever por sus hojas el el cielo renegrido. Me aventuré entre sus troncos y pronto perdí para siempre el claro de aquella selva que habría de ser mi cripta por los siglos. A medida que seguía en mi empeño de cruzar aquella arboleda estéril mi corazón se aceleraba, la respiración sofocaba mi cuerpo vaporoso y sentía la necesidad inevitable de llegar a un sitio que sabía que debería encontrar detrás de toda aquella maleza. Los árboles, que al principio parecían tallos rectos y uniformes, habían dado paso a formas retorcidas de ramas que se arremolinaban las unas contra las otras y se entrelazaban en abrazos mortales que se aferraban a mi espíritu impidiendo mi paso y haciendo más sofocante el camino y la tarea que me había propuesto conseguir. 

De repente la paz. Fue justo cruzar la última rama que me cerraba el paso y se extendió frente a mí una explanada gloriosa rematada con un acantilado de alturas infinitas e igual de oscuras que el cielo negro que coronaba la escena. Frente a mí, colgada del firmamento, una diminuta luna brillaba solitaria frente a mis ojos. Era la primera luz que veía en aquella pesadilla, tan real para mis adentros en aquel momento, y llenó de alivio mi pecho, todavía sofocado por lo aparatoso de mi carrera. 

La pequeña luna brillaba en la oscuridad como una perla diminuta en lo profundo de un océano de tinieblas. Noté entonces, para mi sorpresa, que el minúsculo astro comenzó a brillar con más intensidad, al principio fue casi imperceptible por lo escaso en la muda de su naturaleza. Pero el fulgor se hizo cada vez más y más notorio cuando, a su derredor, las sombras se fueron tornando plateadas al principio y luego azules y algunas blancas. Aquello ya no era una luna triste y solitaria sino un pequeño sol que refulgía sobre la bóveda celeste repartiendo luz a todo el paisaje que presidía. Entonces la tierra que pisaba, antes negra y áspera, empezó a crujir de mil maneras y brotaron, al calor del nuevo sol, hierba fresca y vigorosa y plantas de muchas clases y colores cuajadas de flores miles y resplandecientes. El cielo relucía de un azul vibrante y los pájaros, hasta ahora ausentes de aquel horizonte, comenzaron sus cánticos a la luz de la mañana y del nuevo día. El sol centelleaba orgulloso y seguía creciendo y repartiendo más y más luz bajo todo su gobierno. Era tal el esplendor que la tierra y los árboles, y el cielo mismo también, comenzaron a tornarse en colores blancos y amarillos y comenzaron a irradiar ellos mismos también centelleos de todo tipo que rivalizaban con la estrella madre que tutelaba los cielos. 

Fue entonces cuando, sin previo anuncio, un viento cálido henchido de primaveras me lanzó por los aires hacía el origen primero de aquella claridad y me vi pronto rodeado, todo yo, de una luz infinita y eterna que lo ocupaba todo y que me abrazaba como una madre estrecha feliz a su hijo contra su pecho. De repente ya no había tinieblas, ni bosque oscuro, ni cielos negros, ni nada que se le pareciera. Todo era paz y alegría, luz ilimitada y absoluta que gobernaba todos los lugares y llegaba a todos los espacios antes ocultos a los ojos de los hombres. 

Terminó el sueño y con él las ensoñaciones. Sin embargo, aquello que se antoja como duermevela bien pudiera ser profecía y, a la vista de los hechos, tengo claro que si algún día llegare la negra muerte para arrancarme de los brazos de esta vida, no quiero que lloréis mi pena, no quiero que os arremolinéis tristes y cabizbajos junto a mi tumba; pues mi alma estará lejos de este fuego que es la vida, estará en un lugar que no alcanzan ni los cañones ni las espadas, estará en un lugar incólume donde podrá cantar y bailar al aire libre, estará en un lugar donde volará con dicha por aquellos cielos infinitos en donde sólo habrá luz y paz. Y seré feliz. 

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