martes, 3 de febrero de 2015

La chica de la cintura de avispa

Corría la calle principal camino abajo y los muchachos se arremolinaban en la esquina de la calle 6 de diciembre esperando a que salieran del colegio las chicas con sus carpetas color burdeos y sus faldas grises. Siempre se reunían en esa esquina donde unos cambiaban de rumbo y se dispersaban, por direcciones distintas pero todas ellas abarrotadas hasta arriba. 

Cuando llegaba la chica de la cintura de avispa, así es como los zagales la bautizaron la primera vez que la vieron, se notaba el nerviosismo en el ambiente. En realidad era una rutina que se venía repitiendo desde septiembre todos los días de lunes a viernes pero que siempre, sin excepción alguna, constituía un ritual iniciático digno de ser presenciado. 

Entonces las amigas de la chica de la cintura de avispa se quedaban en un segundo plano, sólo unos pasos por detrás de esta, y esperaban a que Franky, el chico malo y líder de los chavales allí reunidos hiciera lo apropiado y caminara dos pasos por delante de sus amigos para saludar a la chica de la cintura de avispa. Hablaban de cualquier tontería, se preguntaban por el día y por la escuela y no decían nada interesante que mereciera la pena ser contado pero ellos se divertían de esa forma. 

Cuando los dos jefes habían terminado con los rituales de presentación entraban en escena sus acólitos que entablaban conversaciones igual de banales que las de sus líderes y que resultaban igual de superfluas e igual de ridículas, pero que eran del mismo modo interesantes de observar desde la lejanía. Así se comprobaban los gestos, el vocabulario de las manos, las palabras entrelazadas con las miradas, ese movimiento de cabeza y esa manera tan suya de torcer el cuello un poco a la derecha, que dejaba caer un mechón de pelo sobre la sien de la frente y que luego volvía a su lugar con un golpe automático, artístico y exuberante. 

La esquina de la calle 6 de diciembre se ponía hasta arriba. Los pobres viandantes que por allí pasaban tenían que sortear a aquellos inocentes que jugaban a ser felices ataviados con sus miradas, sus sonrisas y esos horribles uniformes de colegial que sólo les sentaban bien por la juventud que  aún cargaban en sus mochilas y que el funesto padre Tiempo todavía se había dignado a no morder. 

Esa celebración se repitió todos los días que hubo clase aquel curso, desde septiembre hasta junio. El año siguiente pasaron al nuevo sistema educativo y cambiaron de aulas muchos de los que allí se reunían. Franky y la chica de la cintura de avispa empezaron a salir y lo hicieron durante casi dos años. Fue la pareja que más duró de todas las que allí se forjaron. 

Dos años parece poco pero cuando no tienes ni diecisiete primaveras es la eternidad infinita arrodillada frente a la grandeza el mundo. Nunca más volvieron a quedar de la misma manera que lo hicieron todos aquellos chavales todos juntos. Muchos se volvieron a ver durante años, un par de ellos mantuvo amistad hasta el primer o segundo año de universidad. Después sus vidas tomaron caminos diferentes y no volvieron a verse nunca. Era lo que solía hacer la gente que llegaba a la esquina de la calle 6 de diciembre, tomar caminos diferentes y seguir su propio rumbo. 

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