domingo, 18 de enero de 2015

Una casa de pueblo

Hay en un pequeño pueblo una casa abandonada que está a las afueras. Tiene los portones azules y elevados, y también algo de óxido en las juntas de los quicios. Desde hace algunos años nadie vive allí. Hay un hombre que pasa de vez en cuando y es el único que entra y sale de ella. Abre las ventanas y ventila las habitaciones para que entre aire fresco y se vaya el olor a cerrado. Siempre que llega echa un ojo aquí y allí y revisa todas las alcobas para asegurarse de que todo está en su sitio. En realidad no hay nada que merezca la pena ser robado, pero como la casa está deshabitada y por allí abundan los ladronzuelos prefiere asegurarse de que todo está en orden. 

Detrás del portón hay un jardín abandonado que antaño fue florido y hermoso igual que la casa, pero en el que ahora sólo crecen las malas hierbas y los rastrojos. Ya ni siquiera el color de las piedras es el mismo que fue en el pasado. Hace unos veinte años había muchos niños que jugaban todo el día en aquel jardín, montaban en bicicleta y hacían castillos de arena con la tierra y los palos que encontraban en el suelo. Los domingos se celebraban comidas familiares al aire libre y en las noches de verano se contaban las estrellas del firmamento arropados por la suave brisa nocturna del mes de agosto. Ahora ya no queda nada de todo aquello. Aquellos recuerdos sólo viven en la memoria de los niños que jugaban en el jardín. Los muros de aquella casa ya no están llenos de vida como lo estuvieron antaño pero, por lo menos, aquellos niños todavía lo recuerdan. 

Dicen en el pueblo que aquella casa no está abandonada del todo. Dicen que tiene un fantasma que se pasea por ella y que en vida fue su dueña. Naturalmente nadie ha visto al espectro. Algunos comentan que de vez en cuando se ven sombras por detrás de las cortinas de la ventana de la cocina que da a la calle cuando no hay nadie. Al hombre que la cuida y que va de vez en cuando a verla le han pasado algunas de esas típicas cosas raras que a veces suceden pero que perfectamente pueden ser simples casualidades. Al fin y al cabo cualquier casa vacía es susceptible de tener fantasmas en el imaginario popular. 

En una ocasión el hombre estaba haciendo su típico recorrido por las habitaciones para asegurarse de que todo estaba en su sitio cuando se percató de que algo no lo estaba. En el dormitorio principal, el que era el de la dueña de la casa, había un par de zapatillas de felpa puestas a los pies de la cama, como si estuvieran esperando a que su dueña se levantara para no andar descalza por el suelo. Lo raro es que esas zapatillas siempre están guardadas en el armario de la habitación. Llevaban ahí desde que su dueña falleció hace muchos años. Como el cuidador es un hombre ocupado no reparó demasiado en este hecho y, al verlas, simplemente las volvió a poner en su sitio sin darle mayor importancia a semejante episodio y sin reparar en que, si se hubiera girado a la derecha en vez de a la izquierda para salir de la alcoba después de devolver las zapatillas a su altillo, hubiera visto reflejado en el espejo la cara del fantasma. 

Algunos comentan que esa casa no ha vivido todo lo que le está reservado vivir todavía. Dicen que algún día se volverán a celebrar comidas y reuniones familiares los domingos en el jardín. Que las malas hierbas y la cizaña deberán ser limpiadas y sustituidas por flores de miles de colores y por un pequeño huerto que dará verduras y hortalizas que se comerán los días de celebración. Comentan que, hasta que esto suceda, todavía deberán de pasar algunos años pero que, cuando llegue el día, el fantasma podrá descansar en paz y abandonará este mundo para irse a donde debe estar pero que, hasta entonces, seguirá vagando por aquella casa observando a la gente a través de las cortinas de la cocina y cambiando algunas cosas de sitio para intentar llamar la atención de la que gente que no la oye. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario