martes, 27 de octubre de 2015

Megas

Megas condujo su coche por la carretera en dirección al este. Había dejado atrás la ciudad y varios polígonos industriales situados a las afueras. Eran las once de la mañana y el cielo rugía de luz y agua en un bailoteo de luces y nubes que parecían pelearse por ocupar todo el espacio en la bóveda celeste. Megas tenía frente a sí la carretera y a lambos lados campos y campos de cultivo y barbecho distribuidos arbitrariamente sin sentido alguno. Delante la autovía serpenteaba las colinas para morir en un horizonte verdusco que daba comienzo a una hilera de cielos compactos que se apelmazaban en dos dimensiones los unos sobre los otros, como los pisos de la lasaña que se pisan entre sí en los restaurantes italianos consiguiendo cada uno más altura a costa del sufrimiento del anterior. 

Tras los árboles que tachonaban el horizonte se levantaba excitada una maraña de nubes negras y moradas que parecían presagiar el final del mundo en sus entrañas. Pero justo sobre ellas, dos centímetros más arriba desde la perspectiva de Megas en el coche, el cielo era límpido y brillante. Había sobre toda esa turba de caos nuboso un gran claro por el que los rayos de sol se colaban triunfantes mezclados con el agua de la atmósfera y creaban colores y luces magníficas que hacían vibrar el corazón de quien las contemplaba. 

Justo encima de aquella claridad rigurosa se levantaba un nuevo mar de nubes oscuras. Estas se distribuían de manera mucho más armoniosa que sus hermanas inferiores y, en lugar de pelearse en una composición caótica de fuerzas y barrocos, se extendían plácidamente a lo largo del cielo sobrante en olas de cúmulos que recordaban un mar en calma pero invertido en lo referente a la fuerza gravitatoria terrestre. Parecía como si la carretera se extendiera por el cielo y Megas condujera su coche sobre el oleaje pausado de un océano cualquiera. 

De la radio brotaban acordes melódicos y sonidos de violines y pianos que capturaban la atmósfera dentro del vehículo y que, combinados con el espectáculo exterior crearon las condiciones perfectas para que el espíritu de Megas temblase. 

Durante unos minutos se sintió libre y pleno. El cielo, el horizonte, la luz y las tinieblas, la música y la velocidad. Todo ello contribuía a que su corazón albergase esa amada sensación perseguida por todos los hombres. Durante esos minutos Megas fue feliz. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario